
Sin embargo, siempre habrá un
justificativo para el impulsivo, no quiere ser vencido. Pobre justificante que
ni la honrilla llega a salvar. ¿Qué decir, entonces, del boxeo, espectáculo
ofrecido por dos hombres que no se odian, que no han discutido, que quizás no
se conocen, y que consiste en pegarse mutuamente hasta que uno de los dos queda
tendido sin conocimiento en el suelo?
El boxeo es, con los toros, el
espectáculo más bestial que todavía se ofrece al ser humano. Actores y público
han abierto la espita de los resabios ancestrales para dar salida a la bestia
que todavía llevamos dentro. Los psiquiatras lo estiman conveniente, hay que
liberar el subconsciente. Si no permitimos que la bestia salga de vez en
cuando, las consecuencias pueden ser
graves. Y pareciera que la bestia tiene que continuar saliendo, refocilarse
ante el aporreo de dos hombres que deben pegarse porque se les ha convencido
que el deporte es una necesidad y que la paliza que se dan el uno al otro es
deporte.
Han reglamentado el boxeo. Parece que
los griegos ya se peleaban a puñetazos, deportivamente, y tenían sus reglas.
Hace casi tres siglos que fueron
esbozadas las reglas modernas. La proeza corrió a cargo del marqués de
Queensberry, padre del boxeo moderno. Gracias a estas reglas, retocadas con el
andar de los años, los puñetazos tienen categoría de deporte noble. Basta
pelear tres minutos y descansar uno, no pegarle al contrincante en los
órganos genitales, no usar pies, ni
codos, ni cabeza para golpear, y algún detalle más, y todo lo que sucede en el
“ring” -cuadrilátero enmarcado de cuerdas- es legal y deportivo, incluidas
docenas de muertes o locuras de púgiles, como bien a menudo sucede.
Cada año hay que registrar la muerte
de un joven boxeador o su internamiento en un manicomio. Esa ejecución sumaria
habrá sido contemplada por miles de personas y, gracias a la televisión, por
millones. Las piras levantadas por Torquemada en España, la cuchilla de la
plaza de la Grève, tan hábilmente manejada por Sanson, la masacre de ocho mil
antifranquistas en la plaza de Badajoz, han gozado siempre de público
entusiasta, sediento de sangre y ansioso de dar satisfacción a sus morbosos
instintos. Descendientes de aquellos públicos son los fanáticos del boxeo que
rompen los asientos y patalean cuando los boxeadores no se pegan lo
suficientemente fuerte. Todo deporte profesional, mercantilizado, prostituido,
es denigrante. El boxeo además de denigrante, resulta anacrónico, criminal y
baldón de vergüenza para una sociedad que se dice avanzada.
Víctor García
Sébastien Faure. “Enciclopedia
anarquista- Volumen I”. Ediciones Tierra y Libertad, México, 1972, pág.415 (texto de Víctor García)
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