CARLO CAFIERO (1.846-1.892): ANARQUÍA Y COMUNISMO

Escrito presentado por Carlo Cafiero en el Congreso de la Federación del Jura de la AIT, celebrado en 1880 en La Chaux-de-Fonds (Suiza)

En el Congreso Socialista celebrado en París por la región del Centro, un orador, que se distinguió por sus ataques contra los anarquistas, decía: “El comunismo y la anarquía no pueden, en modo alguno, hallarse unidos”. Otro orador, que atacaba también a los anarquistas, aunque con menos violencia, hablando de la libertad económica exclamaba: "¿Cómo pretendéis que se pueda violar la libertad cuando existe la igualdad?”

Pues bien, yo creo que ambos oradores se equivocaban lastimosamente.

Es perfectamente posible vivir en igualdad económica sin gozar la más mínima libertad. Lo prueban y evidencian ciertas comunidades religiosas donde se práctica la más completa igualdad aliada al despotismo. Allí existe la igualdad porque el jefe viste con igual traje y come en la misma mesa de los otros, apenas se distingue por su facultad de mando.

¿Y qué diremos de los partidarios del “Estado popular”? Si éstos no encontraran obstáculos de ninguna suerte, no dudo que acabarían por implantar la igualdad perfecta, al mismo tiempo que el más absoluto despotismo; porque, no hay que hacerse ilusiones, no menguaría el despotismo de su Estado comparado al Estado actual, aumentado con el despotismo económico de todos los capitales que pasarían por manos del Estado, y todo ello multiplicado por la centralización necesaria para las nuevas instituciones.

Por eso mismo, nosotros los anarquistas, amantes de la libertad, nos proponemos combatirlo a todo trance. Contrariamente a todo cuanto se ha dicho, se ha de velar por la libertad, aun cuando la igualdad exista; mientras que no se debe abrigar ningún temor por la igualdad allí donde exista la verdadera libertad, esto es, la anarquía.

Porque la anarquía y el comunismo, lejos de no poder hallarse unidos, no pueden separarse, ya que estos dos conceptos (sinónimos de libertad e igualdad) son los dos términos necesarios e inseparables de la Revolución.

Nuestro ideal revolucionario es como se ve, muy sencillo; se compone, como todos los de nuestros predecesores, de estos dos términos: libertad e igualdad. Solamente aparece una pequeña diferencia.

Previniendo esa confusión con que los reaccionarios de todas las épocas han venido reduciendo a una mentira la libertad y a la igualdad, séanos permitido poner al lado de estos dos términos la expresión de su justo valor. Tantas veces falsificaron estas dos “monedas” preciosas, que queremos esta vez, conocer y medir su valor exacto.

Colocamos pues, junto a los términos de libertad e igualdad, otros dos equivalentes, de cuyo significado preciso nadie podrá llamarse a engaño: “Queremos la libertad, esto es, la anarquía, y la igualdad, esto es, el comunismo”.

La anarquía, en la actualidad, es el ataque; sí, es la guerra contra toda autoridad, todo poder, todo Estado. En la sociedad futura, la anarquía será la defensa o el obstáculo a la vuelta de cualquier autoridad, de cualquier orden, de cualquier Estado. Con plena libertad del individuo para satisfacer todas sus necesidades, en completa posesión de su personalidad, impulsado por sus gustos y simpatías, se reunirá con otros individuos para formar grupos y asociaciones; el libre desenvolvimiento de las asociaciones las llevará a federarse con otras de la localidad; del mismo modo, libres los municipios y por su propio desarrollo no tardarán en asociarse en la región, y así sucesivamente, las regiones con las naciones y las naciones fundirse con toda la Humanidad.

El comunismo, cuestión que hoy nos ocupa más especialmente, constituye el segundo término de nuestro ideal revolucionario.

El comunismo, actualmente, es también el ataque. No es la destrucción de la autoridad, sino la toma de posesión, en nombre de toda la Humanidad, de toda la riqueza existente en el mundo. En la sociedad futura, el comunismo será el goce de toda riqueza existente por parte de todos los hombres y según el principio: “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”, que es como si dijéramos: de cada uno y a cada uno según su voluntad.

Por ello es preciso hacer notar, sobre todo en contestación a nuestros adversarios, los socialistas autoritarios o de Estado, que la toma de posesión y el usufructo de toda la riqueza debe ser, según nosotros, la obra del pueblo mismo. El pueblo, la Humanidad, carecerá de individuos capaces de acaparar la riqueza y retenerla en sus manos. Se ha pretendido hacer creer que será necesario por alguna razón, instituir una clase de dirigentes, de representantes y de depositarios de la riqueza común. No somos de este parecer. No queremos intermediarios; no queremos representantes que siempre acaban por representarse a sí mismos; no queremos moderadores de la igualdad que acaban por ser moderadores de la libertad; no más nuevos Gobiernos: no más Estados, se digan populares o democráticos, revolucionarios, provisionales o como se quieran llamar.

La riqueza común, estando diseminada sobre toda la tierra, perteneciendo toda en pleno derecho a la Humanidad entera, los que se encuentran a su alcance y sean capaces de utilizarla, la utilizarán en común. Los habitantes de la región utilizarán la tierra, las máquinas, los laboratorios, las casas, etc., de la región, sirviéndose de todo en común. Siendo parte de la humanidad ejercerán de hecho y directamente sus derechos sobre una parte de la riqueza humana. Pero si un habitante de Pekín llegase a dicha región, se hallaría en los mismos derechos que los demás: gozaría junto con los otros de toda la riqueza del país, como lo habría hecho en Pekín.

Se ha equivocado por completo el orador que ha denunciado a los anarquistas como queriendo constituir la propiedad de las corporaciones. ¡Mal negocio haríamos si destruyésemos el Estado reemplazarlo por una infinidad de pequeños Estados! ¡Matar al monstruo de una sola cabeza para crear un monstruo de mil cabezas!

No; ya hemos dicho y no nos cansaremos de repetirlo: nada de intermediarios, nada de tutores y oficiosos servidores, que acaban siempre deviniendo en verdaderos amos. Queremos que toda la riqueza existente sea tomada directamente por el pueblo mismo, y que decida él mismo la mejor manera de usufructuarla, ya sea para la producción o sea para el consumo.

Pero se nos pregunta: “¿El comunismo es aplicable? ¿Tendremos suficientes productos para dejar a cada uno el derecho de tomarlos a su voluntad, sin reclamar a los individuos más trabajo que aquel que ellos quieran aportar?”

A eso respondemos: Sí, ciertamente, se podrá aplicar este principio, de cada uno y a cada uno según su voluntad, porque en la sociedad futura la producción será tan abundante que no habrá necesidad alguna de limitar el consumo ni de requerir de los hombres más trabajo del que ellos puedan o quieran dar.

Este inmenso aumento de producción, del que no podríamos hoy hacernos una idea exacta, puede vislumbrarse examinando las causas que lo provocarán. Estas causas pueden reducirse a tres principales:

Primera. La armonía de la cooperación en los diversos ramas de la actividad humana, sustituyendo a la lucha actual que se traduce en la competencia.

Segunda. La introducción a gran escala de máquinas de todas clases.

Tercera. La economía considerable de las fuerzas de trabajo, de los instrumentos de trabajo y de las materias primas, que resultará de la supresión de la producción nociva o inútil.

La competencia, la lucha, es uno de los principios fundamentales de la producción capitalista, que tiene por divisa: Mors tua, vita mea (tu muerte es mi vida). La ruina de uno constituye la fortuna del otro; y esta lucha encarnizada se hace de nación a nación, de región a región, de individuo a individuo, tanto entre capitalistas como entre trabajadores. Es una guerra a muerte, un verdadero combate bajo todas sus formas: cuerpo a cuerpo, en grupos, en escuadrones, en regimientos, en cuerpos de ejército. Un obrero halla trabajo donde otro lo pierde; una o más industrias prosperan y se desarrollan cuando otra u otras se arruinan y perecen.

Ahora bien, imaginad cuando en la sociedad futura este principio individualista de la producción capitalista, cada cual para sí y contra todos, y todos contra uno, se vea sustituido por el verdadero principio de la sociabilidad humana, uno para todos y todos para uno, ¿qué inmenso cambio no obtendremos en los resultados de la producción? ¡Imagínese cuál será el aumento de la producción cuando el hombre, lejos de tener que luchar contra sus semejantes, se vea ayudado por los demás, considerándolos no como enemigos, sino como colaboradores!

Si el trabajo colectivo de diez hombres da resultados imposibles para diez hombres solos, ¡cuán mayores serán los obtenidos con la cooperación de todos los hombres que hoy se ven obligados hoy a trabajar hostilmente los unos contra los otros!

¿Y las máquinas? La aparición de estos potentes auxiliares del trabajo, si abundante nos parece hoy, es un grano de anís en comparación con lo que será en la sociedad del porvenir.

La máquina tiene contra ella, hoy, a menudo la ignorancia del capitalista, pero más a menudo aún sus intereses también; ¿cuántas máquinas permanecen hoy inactivas, únicamente porque no producen un beneficio inmediato al capitalista? ¿Acaso vemos a las compañías mineras, por ejemplo, dedicar sus ganancias a salvaguardar la integridad de los obreros instalando caros aparatos para puedan los mineros bajar al fondo de los pozos con plena seguridad? ¿Introducirán los ayuntamientos máquinas para picar la piedra, cuando este terrible trabajo les proporciona un medio de teatralizar una limosna a los hambrientos?¡Cuántos descubrimientos, cuántas aplicaciones de la ciencia permanecen inactivos porque no producen suficientes lucro al capitalista!

¡El mismo trabajador es en la actualidad el enemigo de las máquinas, y con razón, no viendo en ellas más que el monstruo que le disputa el salario, lo arroja de la fábrica, lo condena al hambre, lo degrada, lo tortura, lo mata! Y no obstante, ¡qué inmenso beneficio obtendrá, por el contrario, multiplicando el número de ellas cuando ya no sea él el servidor de la máquina,: al contrario, estando ésta a su servicio, ayudándole y trabajando para su bienestar!

Finalmente, conviene también tener en cuenta la inmensa economía que resultará de los tres elementos de trabajo: la fuerza, los instrumentos y la materia, que hoy se hallan hoy horriblemente desperdiciados en la producción de cosas absolutamente inútiles, cuando no perjudiciales a la humanidad.

¡Cuántos trabajadores, cuántas materias primas y cuántos instrumentos de trabajo no son empleados hoy para los ejércitos de tierra y mar, en la construcción de buques de guerra, de fortalezas, cañones y todos esos arsenales de armas ofensivas y defensivas! ¡Cuánto esfuerzo empleados en la producción de objetos de lujo y que ni apenas llegan a satisfacer necesidades de vanidad y de corrupción!

Y cuando todas estas fuerzas, toda esta materia prima, todos estos instrumentos del trabajo, sean empleados en la industria, a la producción de objetos que a su vez sirvan para producir ¡qué prodigioso aumento de producción no veríamos surgir!

Sí, el comunismo es aplicable. Se podrá permitir que todo el mundo tome a voluntad de todo cuanto necesite, porque habrá suficientes productos para todos, y no habrá necesidad de exigir de nadie más trabajo que el cada uno quiera dar ya que siempre habrá suficientes productos para la demanda.

Y es gracias a esa abundancia, que el trabajo perderá el carácter de ignominia y servidumbre que hoy tiene, y sólo se le dejará el encanto de una necesidad moral y física, como la de estudiar y vivir con la naturaleza.

No basta, por eso, afirmar que el comunismo es posible; podemos afirmar que es necesario. No sólo se podemos ser comunistas, sino que se debemos serlo, bajo pena de fallar al objeto de la Revolución.

En efecto, si después de haber puesto en común los instrumentos de trabajo y las materias primas, conservásemos la apropiación individual de los productos del trabajo, nos hallaríamos obligados a conservar la moneda permitiendo una acumulación de riquezas mayor o menor, según un mayor o menor mérito o, sobretodo, según la astucia de cada uno. La igualdad habría desaparecido, porque aquel que lograse poseer más riquezas ya estaría por este solo hecho por encima de todos los demás. Apenas faltaría un paso para que los contrarrevolucionarios restableciesen el derecho de herencia. Y, en efecto, he oído a un socialista de renombre, autoproclamado revolucionario, que defendía la propiedad individual de los productos, acabar declarando que no tendría inconveniente a la transición hereditaria de dichos productos: esto, según él no tendría consecuencias. Para nosotros, que conocemos de cerca los resultados a que ha llegado la sociedad con esta acumulación de las riquezas y su transmisión por la herencia, no puede ofrecérsenos duda al respecto.

La apropiación individual de los productos restablecería no sólo la desigualdad entre los hombres, sino también la desigualdad entre los diversos géneros de trabajo. Veríamos renacer inmediatamente el trabajo decente y el trabajo indecente, el trabajo noble y el trabajo innoble; el primero sería ejecutado por los ricos; tocaría el segundo a los pobres. De esta manera no sería la vocación y el gusto personal los que estimulasen al hombre a consagrarse a este o aquel trabajo, sino el interés y la esperanza de mayor beneficio.

Así renacerían la pereza y la diligencia, el mérito y el demérito, el bien y el mal, el vicio y la virtud, y, por consiguiente, la recompensa, de una parte y el castigo de otra; la ley, el juez, los esbirros y la prisión.

No faltan socialistas que persisten en sostener la idea de la apropiación individual de los productos del trabajo haciendo valer el sentimiento de la Justicia.

¡Extraña ilusión! Dado el trabajo colectivo necesario que nos impone la necesidad de producir en grandes cantidades y aplicar la máquina a gran escala, dada la tendencia cada vez mayor del trabajo moderno a servirse del trabajo de las generaciones precedentes, ¿cómo se podrá determinar cuál es el producto de uno y cuál es el producto de otro?

Es absolutamente imposible, y hasta nuestros adversarios lo reconocen cuando acaban diciendo: “Nosotros tomaremos por base de la distribución de los beneficios, la hora de trabajo”. No obstante, al decir eso, admiten al mismo tiempo que semejante repartición sería injusta, por cuanto tres horas de trabajo de Pedro pueden muy bien valer cinco horas de trabajo de Pablo.

Otras veces nos hemos llamado colectivistas para distinguirnos de los individualistas y de los comunistas autoritarios, pero en el fondo éramos buenos comunistas antiautoritarios, y diciéndonos colectivistas pensábamos expresar con este nombre la idea de que todo debe ser puesto en común sin hacer diferencia alguna entre los medios de producción y los frutos del trabajo colectivo.

Pero en un hermoso día, vimos aparecer una nueva clase de socialistas, los cuales, resucitando errores del pasado, se pusieron a filosofar, a distinguir y diferenciar sobre la cuestión, y acabaron por hacerse apóstoles de la tesis siguiente:

“Existen –dicen- valores de uso y valores de producción. Los valores de uso son aquellos que nosotros empleamos para satisfacer nuestras necesidades personales, como la casa que habitamos, los víveres que consumimos, el vestido, los libros, etc., mientras que los valores de producción son aquellos de los cuales nos servimos para producir, como los talleres, los almacenes, los establos, los laboratorios, las máquinas y los instrumentos del trabajo de toda suerte, el suelo, las materias primas, etc. Los valores de uso, sirviendo, pues, para satisfacer las necesidades del individuo, deberán ser propiedad individual, mientras que los valores de producción, sirviendo a todos para producir, deberán ser de propiedad colectiva”.

Tal fue la nueva teoría económica hallada o, mejor dicho, renovada por la necesidad.

Pero yo pregunto a los que dan el amable título de valor de producción al carbón que sirve para alimentar la máquina, o al aceite que la engrasa y acelera ¿por que se lo niegan al pan y a la carne con que me nutro, al aceite con que aliño mi ensalada, al gas que alumbra mi trabajo, a todo lo que, en suma, hace vivir y andar la más perfecta de todas las máquinas, el padre de todas las máquinas, el hombre?

Clasifican como valor de producción la dehesa y el pesebre que sirve para el mantenimiento de los bueyes y de los caballos y quieren excluir la casa y el jardín, que sirven al más noble de los animales, al hombre? ¿Dónde está la lógica?

Aún van más lejos los que hacen apostolado de esta teoría, saben perfectamente que esta diferencia no existe en realidad, y que si hoy es difícil trazarla, desaparecerá por completo el día en que todos sean productores al mismo tiempo que consumidores.

No es, pues, con esta teoría con la que podrán obtener una fuerza nueva los partidarios de la propiedad individuad de los productos del trabajo. Esta teoría no ha obtenido más que un solo resultado: el de poner al descubierto el juego de aquellos socialistas que querían restringir el alcance de la idea revolucionaria: ella nos ha abierto los ojos y nos ha mostrado la necesidad de declararnos abiertamente comunistas.

Pero abordemos finalmente la sola y única objeción seria que nuestros adversarios oponen al comunismo.

Todos están de acuerdo en reconocer que vamos necesariamente hacia el comunismo, pero se nos hace notar que en un principio los productos no serán suficientemente abundantes, y será necesario establecer el racionamiento, el reparto, y que el mejor sistema de distribuir los productos del trabajo sería el basado en la cantidad de trabajo que cada uno haya realizado.

A esto responderemos que en la sociedad futura, incluso aunque se viese forzada al racionamiento, debería mantenerse comunista; es decir, las raciones deberían distribuirse no según los méritos, sino según las necesidades.

Cojamos la familia, ese modelo de pequeño comunismo, de un comunismo autoritario más que anarquista, ciertamente, aunque más allá de eso, y para nuestro ejemplo, no cambia nada. En una familia: el padre gana, supongamos, cinco pesetas diarias; el hijo mayor, tres pesetas; el hijo segundo, dos pesetas, y el más pequeño, solamente una peseta diaria. Todos entregan el dinero a la madre, que lleva la caja y les da de comer. Todos aportan desigualmente; mas, cuando llega la hora de la comida, todos se sirven a su modo y según su apetito. Para nadie hay limitaciones ni racionamientos. Vienen luego las épocas de calamidad, y la miseria impide a la madre el tener en cuenta el apetito y los gustos de sus hijos en la distribución de la comida. No hay más remedio que racionar, y, sea por iniciativa de la madre, sea por convenio tácito de todos, las porciones son reducidas. Pero observad: esta reducción no se hace según los méritos, sino que los dos niños más jóvenes son los que reciben mayor ración, y si hay algún bocado predilecto, ése se reserva para la viejecita, que en nada ha contribuido. Incluso durante la carestía, aplicamos en la familia el principio de la distribución según las necesidades.¿Y por qué no ha de ser así en la gran familia humana del porvenir?

Es evidente que habría mucho que decir y profundizar sobre esta cuestión, que es de suma importancia para el socialismo, si no me estuviera dirigiendo a anarquistas.

No se puede ser anarquista sin ser comunista. En efecto, la más mínima idea de limitación ya contiene en sí misma el germen del autoritarismo; que no podrán manifestarse sin engendrar inmediatamente la ley, el juez y el policía. Debemos ser comunistas porque es en el comunismo donde realizaremos la verdadera igualdad.

Debemos ser comunistas, porque el pueblo, que no comprende los sofismas colectivistas, comprende perfectamente el comunismo, como han señalado ya nuestros compañeros Reclus y Kropotkin. Debemos ser comunistas, porque somos anarquistas, porque anarquía y comunismo son los dos términos necesarios de la revolución.

 

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