Una mañana del verano de 1811, el
reverendo John Walker, profesor y oficiante en la universidad de Oxford, con
más visos de inquisidor español que de flemático reverendo inglés, se detuvo,
perplejo, asombrado e iracundo ante el escaparate de la librería de los señores
Munday y Slater. Antes de entrar quiso cerciorarse bien de lo que sus dilatados
ojos estaban devorando… ¡Necesidad de ateísmo! ¡¡Necesidad de ateísmo!!
¡¡¡Necesidad de ateísmo!!! Casi todo el escaparate estaba ocupado por pilas de
folletos mostrando ostentosamente el escandaloso título, meticulosa y estética-
mente arreglados para llamar la atención por sobre los otros libros
negligentemente distribuidos. Ya bien cerciorado, entró en la tienda para decir
con toda la violencia y el odio que le inspiraba el herético título:
– ¡Señor Munday! ¡Señor Slater! ¿Se han
vuelto ustedes locos? ¿Qué significa esto? – Y abre el escaparate para tomar un
ejemplar del pequeño libro y enarbolarlo como prueba irrebatible del crimen.
– Señor – balbuceó Slater – … La verdad
es que ni siquiera hemos examinado personalmente el librito y, como deferencia,
hemos permitido a su joven autor que él mismo instalase los ejemplares tal y
como usted los observa…
– ¡Pues ahora mismo, señores, tienen
ustedes la obligación de hacer desaparecer inmediatamente todos esos libelos de
su escaparate y todos los que posean, para llevarlos a su cocina y quemarlos en
el acto…
Unos minutos después de que el reverendo
John Walker abandonó la librería, habiendo ayudado él mismo a retirar Necesidad
del ateísmo de la vista de los clientes, los libreros mandaron a su dependiente
en busca de Shelley (Parcy Bysshe Shelley), con quien se justificaron:
– Estamos desolados, señor Shelley… El
señor Walker se empeñó en que quitáramos sus libros de ahí… y por el propio
bien de usted no hemos tenido más remedio que…
– Pero yo ya tomé mis precauciones –
atajó tranquilamente Shelley – He enviado un ejemplar de Necesidad del ateísmo
a todos los obispos ingleses, al Vicecanciller y a los maestros de los
colegios…
Dos días más tarde, el decano de la
universidad mandó llamar a Shelley, quien se encontró con todas las autoridades
del lugar formando un extraordinario tribunal.
El decano le muestra un ejemplar de
Necesidad del ateísmo y con voz insolente y destemplada le pregunta:
–
¿Es usted el autor de este libraco?
Silencio
–
¡Conteste! ¿Es usted, sí o no, el autor de esto?
–
No es justo ni legal interrogarme de esta manera. Son procedimientos de
inquisidor, no de hombres libres, pertenecientes a un país libre – contesta
esta vez Shelley.
–
¿Niega usted que esta obra es suya?
–
No responderé.
–
En este caso, queda usted expulsado. Y deseo que mañana por la mañana,
lo más tarde salga usted de este colegio.
Y un empleado le entrega un sobre
sellado conteniendo la sentencia de expulsión. Shelley corre a la habitación de
su amigo Hogg y le refiere, dolorido, la escena. Lo terrible de la sentencia no
le amedrenta, aunque signifique la interrupción de todos sus estudios, que son
la razón suprema de su vida, sino que le indigna. ¿Con qué derecho le pueden
impedir que piense con sus propias convicciones y que pueda comunicar éstas a
los demás hombres?...
Su propio amigo Hogg se indigna también,
y escribe una nota en la que protesta y se sorprende por el castigo infligido
al joven escritor. La nota es llevada inmediatamente al tribunal, e
inmediatamente es llamado Hogg.
–
¿Ha escrito usted esto? – grita el decano enarbolando la nota fresca aún
de tinta.
El bueno de Hogg asiente y trata de
explicar las razones que le inducen a considerar injusta la expulsión de
Shelley…
–
¡Queda usted expulsado! – ruge el
decano, cortándole en seco su florida disertación.
En la tarde aparecía un comunicado en el
vestíbulo de la universidad dando los nombres de los dos amigos y anunciando
que son expulsados por haberse negado a responder a las preguntas que se les
habían hecho.
Cuando Shelley fue expulsado de Oxford
aún no tenía 18 años. A esa edad era un apasionado lector de Voltaire, Diderot,
d´Holbach y, sobre todo, de William Godwin. Aún no hacía un año que había leído
por vez primera Investigación acerca de la justicia política, y desde entonces
sentía por Godwin y su obra una verdadera devoción. Su Necesidad del ateísmo
estuvo esencialmente inspirado en las ideas del maestro.
Benjamín Cano Ruiz, “Grandes Figuras del
Anarquismo. William Godwin”. Editorial Ideas, Naucalpan de Juárez (México),
1977, pág 17-20
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Toba Sōjō (1053-1140), Chōjugiga parodiando un ritual budista |
LA NECESIDAD DEL ATEÍSMO
DIOS NO EXISTE
Esta negación debe
entenderse sólo en lo que afecta a una Deidad creativa. La hipótesis de un Espíritu
inmanente coeterno con el universo sigue en pie.
Un examen minucioso
de la validez de las pruebas aducidas para fundamentar cualquier proposición es
el único camino seguro para llegar a la verdad; sobre sus ventajas no merece la
pena extenderse. Nuestro conocimiento de la existencia de una Deidad es una
materia de tanta importancia que nunca puede llegar a investigarse con bastante
detalle; en consecuencia, procedemos breve e imparcialmente a examinar las
pruebas que se han aportado. Es necesario primero, no obstante, considerar la
naturaleza de esta creencia.
Cuando se presenta
una proposición a la mente, ésta percibe el acuerdo o desacuerdo de las ideas
que la componen. La percepción de su concordancia se denomina creencia. Muchos
obstáculos impiden a menudo que esta percepción sea inmediata; la mente trata
de apartarlos, de modo que la percepción sea precisa. La mente es activa en la
investigación a fin de perfeccionar el estado de percepción de la relación que
las ideas componentes de la proposición mantienen entre sí, cosa -esta última-
que es pasiva. El confundir la investigación con la percepción ha inducido a
muchos a imaginar erróneamente que la mente es activa en la creencia –que la
creación es un acto de volición-, en consecuencia de lo cual esta última podría
ser regulada por la mente. Continuando con este error, han adscrito cierto
grado de criminalidad al descreimiento. Crimen del que la incredulidad es
incapaz, al igual que es incapaz de mérito.
El hecho de creer es,
pues, una pasión y su fuerza, como en el caso de cualquier otra pasión, se da
en exacta proporción al grado al grado de excitación de la misma.
Los grados de
excitación son tres.
Los sentidos son las
fuentes de todo conocimiento para la mente; consecuentemente, su evidencia exige
el asentimiento más definitivo.
La decisión de la
mente, fundada sobre nuestra propia experiencia, derivada a su vez de esas
fuentes, determina el siguiente grado.
La experiencia de los
demás, que apela al elemento anterior, ocupa el grado más bajo.
(Una escala graduada,
en la que estuviesen señaladas las capacidades de las distintas proposiciones
para pasar la prueba de los sentidos, sería un justo barómetro de la creencia
que debería adscribírseles.)
En consecuencia, no
puede admitirse ningún testimonio que sea contrario a la razón. La razón se
funda en la evidencia de nuestros sentidos.
Cada prueba debe ser
referida a una de estas tres divisiones: ha de considerarse de cuál de estas
tres proviene cada uno de los argumentos que debieran convencernos de la
existencia de Dios.
Primero: Evidencia de
los sentidos. Si la Deidad se nos apareciese, si convenciese a nuestros
sentidos de su existencia, semejante revelación obligaría necesariamente a
creer. Aquéllos a los que la Deidad se les ha aparecido de este modo tienen la
convicción más firme posible de su existencia. Pero el Dios de los Teólogos no
puede ser visto localmente.
Segundo: Razón. Se
insiste en que el hombre sabe que lo que es, o bien ha tenido un comienzo, o
bien ha existido desde toda la eternidad: conoce el hombre también que lo que
no es eterno ha de haber tenido una causa. Cuando este razonamiento se aplica
al universo, es necesario probar que fue creado: hasta que tal cosa quede
claramente demostrada, es razonable suponer que ha existido desde toda la
eternidad. Hemos de probar el proyecto antes de poder inferir al arquitecto. La
única idea que podemos formarnos de la
causación deriva de la constante conjunción de objetos y la consecuente inferencia
de uno a partir del otro de ellos. En un caso en que dos proposiciones son
diametralmente opuestas, la mente cree la que resulta menos incomprensible: es
más fácil creer que el universo ha existido desde toda la eternidad que
concebir un ser más allá de los límites del universo y capaz de crearlo. Si la
mente se hunde ya bajo el peso de una de estas proposiciones, ¿es que la
aliviaría incrementar la intolerabilidad de esa carga?
El otro argumento,
fundado en el conocimiento de un hombre de su propia existencia, consiste en
esto: un hombre no sólo sabe que ahora es, sino que hubo un tiempo en que no
era; por tanto, ha de haber una causa. Pero nuestra idea de causación deriva
sólo de la constante conjunción de objetos y la consecuente inferencia de uno a
partir del otro de ellos. Y, razonando experimentalmente, de los efectos sólo
podemos inferir causas adecuadas de manera exacta a esos efectos. Pero existe,
es cierto, un poder generativo que resulta efectuado por ciertos instrumentos:
no podemos probar que sea inherente a estos instrumentos, pero tampoco la
hipótesis contraria puede demostrarse. Admitimos que el poder generativo es
incomprensible. Ahora bien, suponer que el mismo efecto es producido por un ser
eterno, omnisciente, omnipotente, deja la causa en la misma oscuridad, pero la
vuelve más incomprensible aún.
Tercero: Testimonio. Se
requiere que el testimonio no sea contrario a la razón. El testimonio de que la
Deidad convence a los sentidos de los hombres de su existencia sólo puede
admitirse si nuestra mente considera más improbable el que esos hombres hayan
sufrido engaño que el hecho de que la Deidad se les haya aparecido. Nuestra
razón nunca puede admitir el testimonio de hombres que, no sólo declaran haber
sido testigos presenciales de milagros, sino que la Deidad es irracional. Pues
ésta obliga a creer en ella ofreciendo las mayores recompensas por la fe y
castigos eternos por la incredulidad. Los seres humanos podemos controlar sólo
acciones voluntarias; la fe no es un acto de volición; la mente es aquí incluso
pasiva o involuntariamente activa; de todo ello resulta evidente que carecemos
del necesario testimonio, o bien que el testimonio es insuficiente para probar
el ser de Dios. Ya se ha mostrado antes que no puede ser deducido tampoco de la
razón. Sólo aquellos, así pues, que han sido convencidos por la evidencia de
sus sentidos pueden creer en él.
De aquí se sigue que,
no teniendo pruebas de ninguna de las tres fuentes de convicción, la mente no
puede creer en la existencia de una Deidad creadora. Se sigue también que, puesto
que el creer es una pasión de la mente, no puede atribuírsele ningún grado de
criminalidad al descreimiento y que sólo merecen reprensión los que no eliminan
el falso medio a través del cual sus mentes contemplan cualquier objeto de
discusión. Toda mente reflexiva debe reconocer que no existe prueba de la
existencia de una Deidad.
Dios es una hipótesis
y, como tal, requiere pruebas: el onus probandi corresponde al teísta. Sir
Isaac Newton dice: Hypotheses non fingo, quicquid enim ex phaenomenis non deducitur
hypotesis, vocanda est, et hypothesis vel metaphysicae, vel physicae, vel
qualitatum occultarum, seu mechanicae, in philosophia locum non habent (“Yo no
invento hipótesis; en efecto, todo lo que no se deduce de los fenómenos ha de
llamarse hipótesis, y las hipótesis, sean metafísicas o físicas, referidas a
cualidades ocultas o mecánicas, no tienen cabida en la filosofía.”) Principia
Mathematica. A todas las pruebas de la existencia de un Dios creador se les
aplica esta valiosa regla. Vemos una variedad de cuerpos que posee una variedad
de poderes: conocemos meramente sus efectos; nos hallamos en un estado de
ignorancia con respecto a sus esencias o sus causas. A estos Newton los llama
fenómenos de las cosas; pero el orgullo de la filosofía impide a ésta admitir
su ignorancia de las causas. A partir de los fenómenos, que son los objetos de
nuestros sentidos, tratamos de inferir una causa, que llamamos Dios y a la que
dotamos gratuitamente de toda clase de cualidades negativas y contradictorias.
A partir de esta hipótesis, inventamos este nombre general para ocultar nuestra
ignorancia de causas y de esencias. El ser llamado Dios de ningún modo responde
a las condiciones prescritas por Newton: muestra todos los indicios de ser un
velo tejido por la presunción filosófica a fin de que los filósofos oculten su
ignorancia, incluso de sí mismos. Toman éstos prestados los hilos de la
urdimbre del antropomorfismo del vulgo. Los sofistas han usado similares
palabras con el mismo propósito, desde las cualidades ocultas de los
peripatéticos hasta el effluvium de Boyle y las crinities o nebulae de
Herschel. Dios es representado como infinito, eterno, incomprensible; es
contenido en cualquier predicado obverso que la lógica de nuestra ignorancia
pueda fabricar. Incluso sus devotos reconocen que es imposible formarse una
idea de él y, con el poeta francés, exclaman:
Pour dire ce qu´il
est, il faut être lui-même (“Para decir lo que es, hay que ser él mismo”).
Lord Bacon dice que
el ateísmo deja en manos del hombre la razón, la filosofía, la piedad natural,
las leyes, la reputación y todo lo que pueda servir para conducirle a la
virtud; pero la superstición destruye todas estas cosas y se erige en tiranía
sobre el entendimiento de los hombres. De aquí que el ateísmo nunca perturbe el
gobierno, pero haga al hombre más lúcido, puesto que éste, así, no ve nada más
allá de los límites de la vida presente. – Bacon, Ensayos Morales.
*(1) La primera teología
del hombre le hizo temer y adorar a los mismos elementos, los objetos
materiales y groseros de la naturaleza. A continuación rindió homenaje a los
agentes que presiden los elementos, a genios inferiores, a héroes, o a hombres
dotados de grandes cualidades. A fuerza de reflexionar, creyó simplificar las
cosas al someter toda la naturaleza a un solo agente, a un espíritu, a un alma
universal, que ponía en movimiento esta naturaleza y sus partes. Remontándose
de causa a causa, los mortales acabaron por no ver nada y fue en esta oscuridad
donde colocaron a su Dios. En este abismo tenebroso es donde su imaginación
trabaja sin cesar para fabricarse las quimeras que les afligirán hasta que el
conocimiento de la naturaleza les desengañe de los fantasmas que de modo tan
vano han adorado siempre.
Si queremos dar
cuenta de nuestras ideas de la Divinidad, nos veremos obligados a convenir que,
por la palabra Dios, los hombres no han podido jamás designar sino la causa más
oculta, la más lejana, la más desconocida, de los efectos que ellos veían: no
hacen uso de esta palabra más que cuando el juego de las causas conocidas y
naturales deja de ser visible para ellos. En cuanto pierden el hilo de las
causas, o en cuanto su espíritu no puede seguir más la cadena, cortan de un
tajo su dificultad y concluyen sus inquisiciones llamando a Dios la última de
las causas, esto es, aquella que está más allá de todas las causas conocidas.
De este modo, no hacen sino asignar una denominación vaga a una causa ignorada,
en la que su pereza o los límites de sus conocimientos les obligan a detenerse.
Cada vez que decimos que Dios es el autor de algún fenómeno, ello significa que
ignoramos cómo se ha podido producir el mencionado fenómeno por medio de las
fuerzas o de las causas naturales que conocemos. Es así que el común de los
hombres, cuya característica es la ignorancia, atribuye a la Divinidad no sólo
los efectos inusitados que le sorprenden, sino también los acontecimientos más
simples, cuyas causas son las más fáciles de conocer para quién haya podido
meditarlas. En una palabra, el hombre ha respetado siempre las causas
desconocidas, los efectos sorprendentes que su ignorancia le impedía
desentrañar. Fue sobre los escombros de la naturaleza donde los hombres
erigieron el coloso imaginario de la Divinidad.
Si la ignorancia de
la naturaleza dio origen a los dioses, el conocimiento de la naturaleza está
hecho para destruirlos. A medida que el hombre se instruye, sus fuerzas y sus
recursos aumentan con sus luces; las ciencias, las artes, la industria, le
ofrecen asistencia; la experiencia le da seguridad o le procura los medios para
resistir a la acción de muchas causas que dejan de alarmarle en cuanto las
conoce. En una palabra, sus terrores se disipan en la misma proporción en la
que se esclarece el espíritu. El hombre instruido deja de ser supersticioso.
La única razón de que
pueblos enteros adoren al Dios de sus padres y de sus sacerdotes es el
testimonio recibido de generación en generación: la autoridad, la confianza, la
sumisión y el hábito ocupan el lugar de las convicción y de las pruebas. Los
hombres se postran y rezan porque sus padres les enseñaron a postrarse y rezar,
pero ¿por qué cayeron éstos de rodillas? Porque en tiempos lejanos sus
legisladores y sus guías se lo impusieron como deber. “Adorad y creed”, les
dijeron, “en dioses que no podéis comprender. Confiad en nuestra sabiduría
profunda; nosotros sabemos más que vosotros de la divinidad”. Pero, ¿por qué
habría yo de confiar en vosotros? Porque Dios lo quiere así, porque Dios te
castigará si osas resistirte. Pero este Dios, ¿no es, pues, lo que está en
cuestión? Sin embargo, los hombres se han contentado siempre con este círculo
vicioso. Su pereza mental les hizo considerar más fácil confiarse al juicio de
otros. Todas las nociones religiosas están fundadas, únicamente, en la
autoridad; todas las religiones del mundo prohíben el examen y no quieren de
ningún modo que se razone. Es la autoridad la que quiere que se crea en Dios.
Este Dios no está fundado sino sobre la autoridad de ciertos hombres que
pretenden conocerlo y venir de su parte para anunciárselo a la tierra. Un Dios
hecho por hombres tiene, sin duda, necesidad de los hombres para darse a
conocer a los hombres.
¿No será, pues, que
la convicción en la existencia de un Dios estará reservada a los sacerdotes,
los inspirados, los metafísicos, a pesar de que se la presente como tan
necesaria para todo el género humano? Ahora bien, ¿Acaso hallamos armonía entre
las opiniones teológicas de los diferentes inspirados o de los pensadores
repartidos por la tierra? Incluso entre aquellos que hacen profesión de adorar
al mismo Dios, ¿es que existe acuerdo? ¿Les satisfacen las pruebas que sus
colegas aportan de su existencia? ¿Suscriben unánimemente las ideas presentadas
sobre su naturaleza, su conducta, el modo de entender sus pretendidos oráculos?
¿Existe un país sobre la tierra donde la ciencia de Dios se haya perfeccionado?
¿Ha adquirido ésta, en alguna parte, la consistencia y la uniformidad que vemos
tomar a los conocimientos humanos, a las artes más fútiles, a los oficios más
despreciados? Palabras como espíritu, inmaterialidad, creación, predestinación,
gracia, toda esta multitud de distinciones sutiles de la que la teología está
llena en algunos países, estas invenciones tan ingeniosas, imaginadas por
pensadores y pensadores siglo tras siglo, no han hecho otra cosa que
complicarlo todo y nunca ha podido lograr la ciencia más necesaria para los
hombres la más mínima fijeza. Durante millones de años soñadores ociosos han
ido substituyéndose uno a otro para meditar sobre la Divinidad, escrutar sus
vías ocultas, inventar hipótesis capaces de desarrollar este importante enigma.
Su parco éxito no ha desanimado a la vanidad teológica: siempre se ha hablado
de él: se han cortado cuellos por él. Pero este ser sublime sigue siendo la
cosa más ignorada y la más discutida.
Muy dichosos habrían
sido los hombres si, ciñéndose a los objetos visibles que les interesan,
hubiesen dedicado a perfeccionar sus ciencias reales, sus leyes, su moral, su
educación, la mitad de esfuerzos que han derrochado en sus estudios sobre la
Divinidad. Mucho más sabios y afortunados habrían sido, si hubiesen dejado que
sus ociosos guías se peleasen entre ellos sondando profundidades capaces de
aturdirlos, sin mezclarse en sus disputas insensatas. Pero pertenece a la
esencia de la ignorancia atribuir importancia a eso que no se entiende. La
vanidad humana hace que el espíritu se endurezca contra las dificultades.
Cuanto más se oculta un objeto a nuestros ojos, más esfuerzos hacemos por
alcanzarlo puesto que, de esa forma, pica nuestro orgullo, excita nuestra
curiosidad, nos parece interesante. Combatiendo por su Dios, uno no combate de
hecho más que por su propia vanidad, que, de todas las pasiones producidas por
la mala organización de la sociedad, es la más susceptible y la más proclive a
cometer grandes locuras.
Si dejando de lado
por un momento las molestas ideas que la teología nos da de un Dios caprichoso,
cuyos decretos parciales y despóticos deciden la suerte de los seres humanos,
no quisiéramos fijar nuestras vidas sino sobre la pretendida bondad que todos
los hombres, sin dejar de temblar ante este Dios, están de acuerdo en
reconocerle; si admitimos el proyecto que se le atribuye de no actuar sino para
su propia gloria, exigiendo el homenaje de los seres inteligentes, de no buscar
en sus obras más que el bien de los seres humanos: ¿cómo conciliar estas ideas
y disposiciones con la ignorancia verdaderamente ineluctable en la que este
Dios, tan glorioso y tan bueno, deja a la mayor parte de los hombres en lo que
a él respecta? Si Dios quiere ser conocido, amado, recibir la gratitud de los
hombres, ¿cómo es que no se muestra bajo sus rasgos más favorables a todos esos
seres inteligentes por los que quiere ser amado y adorado? ¿Por qué no
manifestarse a toda la tierra de una manera inequívoca, un modo mucho más capaz
de convencernos que todas esas revelaciones particulares que parecen acusar a
la Divinidad de una parcialidad deplorable para algunas de sus criaturas? El
todopoderoso ¿no tendrá, pues, medios más convincentes de mostrarse a los
hombres que esas metamorfosis ridículas, esas pretendidas encarnaciones,
atestiguadas sólo por escritores cuyos relatos concuerdan tan poco? En lugar de
tantos milagros, inventados para probar la misión divina de tantos legisladores
reverenciados por los diferentes pueblos del mundo, ¿no podría el soberano del
mundo convencer de un golpe a la mente humana de las cosas que quería que
conociese? En lugar de suspender el sol en la bóveda del firmamento, en lugar
de repartir sin orden las estrellas y las constelaciones que llenan el espacio,
¿no hubiera sido más conforme con la visión de un Dios tan celoso de su gloria
y tan bien predispuesto hacia el hombre escribir de una manera indisputable su
nombre, sus atributos, sus permanentes voluntades, todo ello con caracteres
indelebles e igualmente legibles por todos los habitantes de la tierra? Nadie
podría haber dudado entonces de la existencia de un Dios, de sus claras
voluntades, de sus intenciones visibles. Bajo la mirada de este Dios tan
terrible, nadie habría tenido la audacia de violar sus órdenes, ningún mortal
habría osado dar ocasión a que despertara su cólera. En definitiva, ningún ser
humano habría tenido la desfachatez de engañar en su nombre o de interpretar su
voluntad de acuerdo con sus propias fantasías.
De hecho, ni siquiera
admitiendo la existencia del Dios teológico y la realidad de atributos tan
discordantes como los que se le suponen, puede sacarse ninguna conclusión que
autorice la conducta o los cultos que se han prescrito para él. La teología es
ciertamente el recipiente de las Danaides (2). A fuerza de cualidades
contradictorias y de aserciones aventuradas, ha encadenado a su Dios, por así
decirlo, de tal modo que le ha hecho imposible actuar. Si es infinitamente
bueno, ¿qué razón tendríamos para temerlo? Si es infinitamente sabio, ¿por qué
inquietarnos por nuestra suerte? Si lo sabe todo, ¿por qué advertirle de
nuestras necesidades y fatigarlo con nuestras plegarias? Si está por todas
partes, ¿por qué levantar templos? Si es el señor de todo, ¿por qué hacerle
sacrificios y ofrendas? Si es justo, ¿cómo creer que castiga a las criaturas
que ha colmado de debilidades? Si la gracia lo hace todo por ellas, ¿qué
necesidad tendría él de recompensarlas? Si es todopoderoso, ¿cómo ofenderlo, cómo
resistirse a él? Si es razonable, ¿cómo montaría en cólera contra los ciegos, a
los que ha dejado la libertad de ser irrazonables? Si es inmutable, ¿con qué
derecho pretenderíamos nosotros cambiar sus decretos? Si es inconcebible, ¿por
qué ocuparnos de él? SI HA HABLADO, ¿POR QUÉ NO ESTÁ CONVENCIDO EL UNIVERSO? Si
el conocimiento de un Dios es el más necesario, ¿por qué no es también el más
evidente y el más claro. – Système de la Nature. Londres, 1781 *(3).
El ilustrado y
benevolente Plinio se confiesa públicamente un ateo de este modo: Quapropter
effigiem Dei formamque quaerere imbecillitatis humanae reor. Quisquis est Deus
(si modo est alius) et quacunque in parte, totus est sensus, totus est visus,
totus auditus, totus animae, totus animi, totus sui… Imperfectae vero in homine
naturae praecipua solatia, ne deum quidem posse omnia. Namque nec sibi potest
mortem consciscere, si velit, quod homini dedit optimum in tantis vitae poenis;
nec mortales aeternitate donare, aut revocare defunctos; nec facere ut qui
vixit non vixerit, qui honores gessit non gesserit, nullumque habere in
praeteritum ius praeterquam oblivionis, atque (ut facetis quoque argumentis
societas haec cum deo copuletur) ut bis dena viginti non sint, et multa
similiter efficere non posse. Per quaedeclaratur haud dubie naturae protentiam
id quoque esse quod Deum vocamus. (“Por lo cual, considero propio de la
debilidad humana buscar el rostro y la forma de Dios. Sea quien sea Dios (si,
quizás, es alguien distinto) y dondequiera que esté, Él es todo sentido, toda
visión, toda audición, todo aliento de vida, todo espíritu, todo Él mismo…
Verdaderamente, el único consuelo para la naturaleza imperfecta del hombre es
que Dios, evidentemente, no lo puede todo, ya que no puede, ni aunque lo
quisiera, darse muerte a sí mismo, lo cual es lo mejor que ha entregado al ser
humano en medio de las grandes penalidades de la vida; no puede regalar a los
mortales la eternidad., ni que regresen los muertos; ni hacer que aquel que ha
vivido, no haya vivido, y el que ha alcanzado honores, no los haya alcanzado,
ni tiene ningún derecho sobre el pasado, salvo el del olvido, y (para
establecer con argumentos amables esta alianza con Dios) no puede conseguir que
dos veces diez no hagan veinte ni muchas otras cosas semejantes. Por ello sin
duda, resulta evidente que la fuerza de la Naturaleza es aquello a lo que
llamamos Dios.”). Plinio, Historia Natural, cap. de Deo.
El newtoniano
consistente es necesariamente ateo. Véase Academical Questions de Sir W.
Drummond, capítulo III. Sir W. parece considerar el ateísmo al que conduce
el sistema de gravitación como prueba
suficiente de su falsedad. Pero sin duda es más consistente con la buena fe de
la filosofía admitir una deducción de los hechos que una hipótesis que no puede
ser probada, aunque ésta milite con los obstinados prejuicios de la turba. Si
este autor, en lugar de arremeter contra el ateísmo atribuyéndole carácter
culpable y absurdo, demostrase su falsedad, su conducta habría sido más
consonante con la modestia del escéptico y la tolerancia del filósofo.
Omnia enim per Dei
potentiam facta sunt: imo quia naturae potentia nulla est nisi ipsa Dei
potentia. Certum est nos aetenus Dei potentiam non intelligere, quatenus causas
naturales ignoramus: adeoque stulte ad eandem Dei potentiam recurritur, quando
rei alicuius causam naturalem, sive est, ipsam Dei potentiam ignoramus. (“En
efecto, todas las cosas tienen su causa en el poder de Dios, puesto que ningún
poder de la naturaleza existe al margen del poder de Dios. En verdad, no
entendemos completamente el poder de Dios en tanto que ignoramos las causas
naturales de las cosas. Así pues, resulta estúpido recurrir al poder de Dios
cuando ignoramos la causa natural de una cosa, esto es, el poder mismo de
Dios.”), Spinozza, Tratado Teológico-Político, cap. I. p.14.
(1) Desde éste y hasta el siguiente ascerisco, Shelley escribe originalmente en francés. Nuestra traducción sigue el texto original.
(2) Las hijas de Danao fueron condenadas en el Infierno a verter agua eternamente en un vaso sin fondo.
(3) Aquí termina el texto en francés.
Percy Bysshe Shelley, "Ensayos escogidos". DVD Ediciones, Barcelona, 2001, pág. 13-27
MINIATURAS DEL SALTERIO DE GORLESTON (principios del s.XIV), CON CRÍTICAS JOCOSAS Y MUCHA RETRANCA
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