MANUEL GONZÁLEZ PRADA, artista y anarquista limeño

Presentamos tres textos del famoso escritor, poeta y anarquista peruano Manuel González Prada (1844-1918) -que podéis encontrar en nuestra biblioteca anarquista "Cultura y Acción"-.

El primero sobre la impostura militarista, el segundo sobre la demonización del anarquismo, y el tercero sobre la imbecilidad del pensamiento religioso; desgraciadamente los tres conservan la misma frescura y actualidad que cuando fueron escritos, hace más de cien años. Acompañando el último texto una ilustración del dibujante de comics norteamericano voluntariamente exiliado en Francia, Robert Crumb, perteneciente a su novela gráfica titulada “Génesis”.

 

 

EL SABLE

“Un general, es un tonel vacío; un ejército en marcha, la peste” (Swift, "Los Viajes de Gulliver")

En nadie se palpa tanto la influencia de la autoridad como en el soldado. El hábito no hace al monje; pero la casaca influye mucho en la formación del tigre. Con sólo embutir a un hombre en el uniforme militar, ya se le infunde la abyección ante los superiores y el despotismo hacia los subordinados. ¡Qué insolente la arrogancia de un coronel en su roce con el humilde recluta! Pero, ¡qué repugnante la bajeza de ese mismo coronel en presencia del infatuado general! El escalafón de un ejército debe representarse por una montaña donde ascienden hombres que besan las posaderas del que va adelante y son besados en idéntico sitio por el que viene detrás.

Y sin embargo, muchos sociólogos nos preconizan el servicio militar obligatorio como el medio más rápido y seguro de civilizar a las naciones. Así: en lugar del maestro con el silabario, el caporal con la vara de membrillo; en vez del aula donde se desbroza la inteligencia, el canchón o patio donde se atrofia el cerebro al grado de convertirle en mero propulsor de evoluciones automáticas. Para conocer la acción civilizadora de los cuarteles, basta comparar al conscripto en el momento de enrolarse con ese mismo hombre al terminar los años de servicio: el que partió honrado, compasivo y trabajador, regresa bribón, inhumano y holgazán. Así en las poblaciones abunda un tipo de ociosidad y truhanería, un resumen de todos los vicios y nulidades, el antiguo soldado. Una metamorfosis a la inversa, una mariposa transformándose en oruga, nos ofrecería la muestra de un paisano volviéndose militar.

Hace muchos años que el fraile sirve de blanco a poetas burlones y herejes monomaniáticos, pero ¿no merece el soldado tantas pullas y denigraciones como el fraile? Un batallón no difiere mucho de una comunidad religiosa: un prior y un coronel se distinguen en que el primero masculla oraciones y el segundo vomita blasfemias. Si el uno traduce a duras penas los latines de su breviario, el otro comprende a medias las jerigonzas de su táctica. En depresión moral, por ahí se las ven casacas y hábitos, pues igualmente degradan el cuartel y el convento, dando lo mismo obedecer al badajo de una campana que a los palitroques de un tambor, someterse a las ordenanzas del ejército que a la regla de la orden. Si frailes y militares se igualan en la obediencia pasiva, divergen mucho en las otras maneras de ser. El fraile glotonea, bebe, juega y seduce mujeres; más el soldado no sólo comete semejantes fechorías, sino roba, incendia, viola y mata. El fraile asoma con chorreras de vino y lamparones de caldo gordo; el soldado aparece con manchas de lodo y salpicaduras de sangre. En el portador de cerquillo renace Priapo, en el arrastrador de sable resucita Caín. Priapo nos divierte, Caín nos horroriza. Los cerdos tonsurados no causarán nunca el horror que producen las fieras galonadas.

Cierto, del fraile brotan el inquisidor y el guerrillero, como lo prueban Santo Domingo de Guzmán y los mónagos carlistas; pero del soldado sale el jesuíta, como lo manifiesta San Ignacio de Loyola. Si el hábito enuncia el error, la casaca lo sostiene. Sin el apoyo de la fuerza bruta o militar, no se habrían consumado las grandes persecuciones religiosas ni los autos de fe: al lado de inquisidores y verdugos, al pie de la hoguera, estuvo siempre el soldado. Hoy mismo, los sables sirven de puntales a la cruz.

Sólo una perversión moral puede hacernos llamar forajidos a seis descamisados que merodean en los alrededores de una ciudad y héroes a seis mil bandoleros uniformados que invaden el territorio del vecino para arrebatar propiedades y vidas. Lo malo en el individuo lo juzgarnos bueno en la colectividad, reduciendo el bien y el mal a simple cuestión de números. La enormidad de un crimen o de un vicio se nos transforma en acción meritoria o en virtud. Al robo de millones le titulamos negocio, al degüello de naciones enteras le llamamos hazaña gloriosa. Para un asesino, el cadalso; para un guerrero, la apoteosis. Y, sin embargo, el oscuro jornalero que suprime a su semejante, ya para vengar una injuria, ya para quitarle bolsa o mujer, no merece tanta ignominia ni castigo como el ilustre soldado que mata veinte o cuarenta mil hombres para adquirir gloria o coger el bastón de mariscal.

Examinando bien las cosas y sin prejuicios tradicionales, ¿qué son Alejandro, César, Napoleón, todos los héroes oficiales que por modelo citamos a la juventud en los manuales de instrucción cívica? Degolladores de reses humanas. Más nosotros envilecemos al sacrificador de animales y glorificamos al matador de hombres.

Felizmente, el legendario prestigio de la casaca va desapareciendo. La cuestión Dreyfus ha servido para quitar algunas plumas al grajo, no muy glorioso desde la capitulación de Metz y los fusilamientos de la Comuna. En todas partes surgen espíritus libres que no hallan diferencia entre un Deibler y un Moltke ni entre un Cartouche y un Kitchener. Ya empiezan a causar risa esos famosos generales que pasean muy tiesos por haber trasladado al sombrero de picos las plumas que el salvaje lleva en el taparrabo. Sólo las mujeres, los niños y los papanatas admirarán prontos a los sargentones reblandecidos y gotosos.

Cuando el hombre segregue su ferocidad atávica, la guerra será recordada como una barbarie prehistórica, y los famosos guerreros (tan admirados hoy) figurarán en la siniestra galería de las almas rojas, al lado de asesinos, verdugos y matarifes. El cráneo de Napoleón se rozará con la calavera de un gorila; la espalda de Kuropatkin yacerá junto a las flechas de un indio bravo.

El cuartel no ha sido ni será una escuela de civilización: es un pedazo de selva primitiva incrustado en el seno de las ciudades modernas.

Toda la ciencia militar se redujo siempre al arte de embrutecer y salvajizar a los hombres: querer civilizar con el sable da, por consiguiente, lo mismo que desmanchar con el hollín o desinflamar con el ácido sulfúrico.

  

Artículo titulado “El sable”, publicado en el periódico “Los Parias” de Lima, en 1904.

 

 

LA ANARQUÍA

Si a una persona seria le interrogamos qué entiende por anarquía, nos dirá, como absorbiendo la pregunta de un catecismo: "anarquía es la dislocación social, el estado de guerra permanente, el regreso del hombre a la barbarie primitiva". Llamará también al anarquista un enemigo jurado de vida y propiedad ajenas, un energúmeno acometido de fobia universal y destructiva, una especie de felino extraviado en el corazón de las ciudades. Para mucha gente, el anarquista resume sus ideales en hacer el mal por el gusto de hacerlo.

No solamente las personas serias y poco instruídas tienen ese modo infantil de ver las cosas: hombres ilustrados, que en otras materias discurren con lucidez y mesura, desbarran lastimosamente al hablar de anarquismo y anarquistas. Siguen a los santos padres cuando trataban de herejías y herejes. Lombroso y Le Bon recuerdan a Tertuliano y San Jerónimo. El autor de “El hombre criminal” ¿no llegó hasta a insinuar que los anarquistas fueran entregados a las muchedumbres, quiere decir, sometidos a la ley de Lynch? Hay, pues, sus Torquemadas laicos, tan feroces y terribles como los sacerdotes.

Quienes juzgan la anarquía por el revólver de Bresci, el puñal de Caserio y las bombas de Ravachol no se distinguen de los librepensadores vulgares que valorizan el cristianismo por las hogueras de la Inquisición y los mosquetazos de la Saint-Barthélemy. Para medir el alcance de los denuestos prodigados a enemigos por enemigos, recordemos a paganos y cristianos de los primeros siglos acusándose recíprocamente de asesinos, incendiarios, concupiscentes, incestuosos, corruptores de la infancia, unisexuales, enemigos del Imperio, baldón de la especie humana, etc. Cartago historiada por Roma, Atenas por Esparta, sugieren una idea de la anarquía juzgada por sus adversarios. La sugieren también nuestros contemporáneos en sus controversias políticas y religiosas. Si para el radical-socialista, un monárquico representa al reo justiciable; para el monárquico, un radical-socialista merece el patíbulo. Para el anglicano, nadie tan depravado como el romanista; para el romanista, nadie tan digno de abominación como el anglicano. Afirmar en discusiones políticas o religiosas que un hombre es un imbécil o un malvado, equivale a decir que ese hombre no piensa como nosotros pensamos.

Anarquía y anarquista encierran lo contrario de lo que pretenden sus detractores. El ideal anárquico se pudiera resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la propiedad individual. Si ha de censurarse algo al anarquista, censúresele su optimismo y la confianza en la bondad ingénita del hombre. El anarquista, ensanchando la idea cristiana, mira en cada hombre un hermano; pero no un hermano inferior y desvalido a quien otorga caridad, sino un hermano igual a quien debe justicia, protección y defensa. Rechaza la caridad como una falsificación hipócrita de la justicia, como una ironía sangrienta, como el don ínfimo y vejatorio del usurpador al usurpado. No admite soberanía de ninguna especie ni bajo ninguna forma, sin excluir la más absurda de todas: la del pueblo. Niega leyes, religiones y nacionalidades, para reconocer una sola potestad: el individuo. Tan esclavo es el sometido a la voluntad de un rey o de un pontífice, como el confiado a la turbamulta de los plebiscitos o a la mayoría de los parlamentos. Autoridad implica abuso, obediencia denuncia abyección,  el hombre verdaderamente emancipado no ambiciona el dominio sobre sus iguales ni acepta más autoridad que la de uno mismo sobre uno mismo.

 

Comienzo del artículo titulado “Anarquía”, publicado en el periódico “Los Parias” de Lima, en 1907

 

 

 LA SANTA IGNORANCIA

Por regla general, quien tonto nace, tonto muere, o, el tonto “a nativitate” es tonto “per secula seculorum”; pero sucede muchas veces que la tontería no viene de la constitución orgánica sino de la ignorancia, como se ve, por ejemplo, en la sencillez o pobreza de espíritu que denuncia la fe religiosa: creemos, no porque hayamos nacido tontos incurables, sino porque nunca hemos pensado en ahuyentar la nube de errores que nos envuelve desde la infancia, porque de jóvenes y viejos seguimos viviendo como vivíamos en los primeros años.

La secular y magna labor de la Iglesia Romana se resume en tres vocablos: fomentar la ignorancia. Desde los primeros siglos de la era cristiana, los apologistas de la religión y los buenos creyentes manifestaron un odio encarnizado a la ciencia y un entrañable amor a la santa ignorancia. ¿Jesucristo no llamaba bienaventurados a los pobres de espíritu y les ofrecía el reino de los cielos? Ya puede anticipar el sabio lo que en el otro mundo se le espera: no hay asiento a la diestra del Todopoderoso, sin llevar patente de ignorancia o imbecilidad.

Según Tertuliano, "la filosofía es superflua o riesgosa, es la obra de los demonios. Después de Jesucristo, toda curiosidad ha llegado a ser insensata; después del Evangelio, toda ciencia ha llegado a ser inútil". Se argüirá que por mala fe citamos a un doctor de la Iglesia, nacido en el segundo siglo. Más no: en pleno siglo XIX, el filósofo Balmes asegura que "el catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalará a la ciencia la sabiduría humana". ¿Cuál es la ciencia suprema? Indudablemente el conocimiento de Dios, puesto que conocida la causa se conoce el efecto. Ahora bien, conforme a la teología mística, "Dios no es conocido verdaderamente sino de los simples y de los débiles: la ciencia de las escuelas no hace más que esparcir o interponer una nube entre Dios y el hombre". Los teólogos, en sus tenaces y prolijas lucubraciones, han llegado a esta conclusión: "La ignorancia de todas las cosas creadas es la condición del verdadero saber divino".

Por declaración de los mismos teólogos y apologistas, media pues una grave incompatibilidad de humores entre la religión y la ciencia: y en eso estamos conformes con ellos. ¿Qué tiene que ver la divinidad de Jesucristo con la paralaje de un astro, el dogma de la Trinidad con la duplicación del cubo, la virginidad de María con la dilatación de los gases, o el misterio de la eucaristía con el binomio de Newton? El mismo Dios, que representa un serio papel en la metafísica y la teología, no luce mucho en las matemáticas, la química, la física, la historia natural ni la astronomía: en algunas ciencias hay que suprimirle, como hipótesis inútil o cantidad despreciable.

Desde que la Roma de los Césares degeneró hasta el extremo de convertirse en la Roma de los Papas, la Iglesia católica vino ejerciendo el oficio de huracán y despabiladera. Durante los primeros siglos y en la Edad Media, cuando un hereje o filósofo quería pensar libremente y encender su vela en el secreto del hogar, entonces la Iglesia (que todo lo sabía y todo lo miraba) se convertía en la despabiladera para matar la luz y suprimir la vela. Cuando todo un pueblo encendía una gran hoguera para alumbrarse sin necesidad de pedir luz a Roma, en ese caso la Iglesia católica se trasformaba en el huracán que no sólo extinguía la hoguera, sino arrasaba con los muros del pueblo y concluía con la existencia de sus moradores. Se necesita realizar un prodigio de reconstrucción histórica para imaginarse hoy el proceso mental de aquellos energúmenos divinos que rompían las estatuas, derribaban los templos, quemaban las bibliotecas y hundían el hierro en el corazón de los paganos y de los herejes.

 

Fragmento del artículo “La Santa Ignorancia” del libro recopilatorio titulado “Propaganda y ataque”, publicado por la editorial Imán en la década de los treinta del siglo pasado en Argentina y reciéntemente en 2019, por primera vez en Perú.

 

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