Una historia maquillada para ocultar la realidad: la destrucción y despojo del patrimonio artístico español en los siglos XIX y XX


por Javier Montenegro


El desinterés y el desprecio de las autoridades en España por el patrimonio artístico no es nuevo. En los siglos XIX y XX, el atraso de la clase dirigente y la codicia de la iglesia católica fueron un auténtico azote para el patrimonio cultural, mucho más que las tropas francesas y británicas, los "Cien Mil Hijos de San Luís", las guerras carlistas, los filantrópicos (ironía) millonarios norteamericanos, la Legión Cóndor o la ineptitud del general Franco para acabar con la guerra civil. 

La historiografía católica y de derechas siempre ha pretendido eludir las responsabilidades de una nobleza inculta, una casta dirigente corrupta y sobretodo un clero atrasado y codicioso; y contra toda lógica, atribuir la destrucción de bienes culturales y el enorme patrimonio en el exilio, a las desamortizaciones, efímeros intentos de remover pervivencias medievales; y al anticlericalismo iconoclasta, sobredimensionando episodios puntuales, cuando la realidad es que aún sumándolos todos (desde 1.835 al final de la guerra civil), serían una insignificancia comparados con los acaecidos por toda Europa durante la Reforma o en Francia durante los diez años que duró la gran revolución de 1.789 hasta el golpe de Estado de Napoleón. 

Para presentar este brevísimo acercamiento a la destrucción y despojo del patrimonio artístico español en los siglos XIX y XX, sin ánimo de ser exhaustivo, he dividido el recorrido en cuatro capítulos que responden a cuatro periodos históricos en secuencia diacrónica: I. La guerra de Independencia; II. De Fernando VII a La Restauración; III. De Alfonso XII a la ley republicana de 1.933; y IV. Sobre la guerra civil y la dictadura franquista.


I

Durante la ocupación francesa y el breve y turbulento reinado de José I, sumando la avaricia de los curas a la estupidez de la endogámica aristocracia española, así como la ignorancia y desinterés general; empezó el tráfico de obras de arte fuera de España. Afortunadamente la dificultad del empeño en el caso de bienes inmuebles y la carencia de infraestructuras de transporte, limitó este tráfico. Muchos nobles vendieron sus patrimonios artísticos a precio de saldo para obtener dinero rápido, salir del paso y huir de la guerra, y al pairo de las circunstancias también se produjeron muchas ventas ilegales aprovechando ausencias, y otras ventas legales forzadas con mayor o menor presión, o con engaños. 

Las almonedas, ventas públicas de bienes muebles con licitación y puja, se realizaron por toda España y fueron especialmente relevantes en Sevilla, Valencia y Madrid. Por ejemplo, una entre muchas se celebró en julio de 1.811 en la Basílica de San Francisco el Grande en Madrid; en esta gran almoneda de pinturas, se vendieron obras de Rafael, Velázquez, Alonso Cano, Tiziano, Claudio Coello, etc, y las más importantes salieron de España, dada la coyuntura bélica y la avidez comercial de los compradores internacionales.

Lo mismo las tropas de Napoleón que las británicas o los guerrilleros, durante sus campañas se entregaron al pillaje y todo tipo de desmanes, actos de vandalismo, saqueos, requisas y compras más o menos ilegales ya mencionadas. Muchas iglesias, monasterios, conventos, fortalezas y palacios, fueron tomados por la fuerza, y no pocos fueron saqueados e incendiados. El patrimonio artístico de la Iglesia era enorme, y aunque desde 1.809 por Real Decreto de José I había pasado a ser de titularidad pública, el decreto nunca pudo hacerse efectivo, por causa de la guerra. Así mismo muchas ciudades fueron bombardeadas con artillería pesada, con los consecuentes destrozos para el patrimonio monumental y artístico, mueble e inmueble.

Sobre los franceses, hay abundante literatura, así personajes como el mariscal Soult o el mariscal Sebastiani, entraron por la puerta grande a la lamentable historia del pillaje artístico; aunque ya sabemos que cada país escribe la historia como quiere, y en Francia son considerados héroes, próceres de la patria, y aún hoy nadie cuestiona la más que dudosa procedencia de sus colecciones de arte, afirmando que las obras fueron regaladas o compradas legalmente a sus dueños. Pondré algunos ejemplos bien conocidos: como cuando las tropas francesas usaron la antigua sinagoga mayor de Toledo de cuadra para sus caballos; e hicieron lo propio en León en la basílica románica de San Isidoro, donde además vaciaron algunos sarcófagos del Panteón de los Reyes para llenarlos de agua y abrevar los caballos; o cuando en el invierno de 1.812 se quedaron sin leña en Valladolid, y las tropas asaltaron más de diez conventos en busca de madera, lo que no ha de resultar extraño si consideramos que “en Valladolid, con 21.000 habitantes, el 20% de la población pertenecía a la Iglesia” (1); o en el segundo Sitio de Zaragoza, cuando las tropas del general y pintor barón de Lejeune, para protegerse de la lluvia, impermeabilizaron sus tiendas de campaña con pinturas de iglesias y conventos cercanos, pinturas al óleo sobre tela, como este anotó en su diario. 

Sobre los ingleses hay menos literatura, pero algunas “anécdotas” son memorables, como por ejemplo la sucedida en noviembre de 1.812, cuando las tropas británicas y portuguesas asaltaron el monasterio del Escorial, y usaron sus muebles y objetos de madera para calentarse del frío, aparte de llevarse lo que quisieron; o la del teniente general James Hay, que por su cuenta en el Palacio Real de Madrid se hizo con “El matrimonio Arnolfini” de Jan Van Eyck, hoy en la National Gallery; o cómo la “Venus del espejo” de Velázquez, pasó de la colección de Godoy a propiedad de la Corona, para ser vendida a un traficante inglés de obras de arte, y en 1.813 llegar a Londres para quedarse, y hacer hoy compañía al Matrimonio Arnolfini.

Después de saquear Egipto, Napoleón hizo lo mismo por toda Europa. Su propósito, entre otros muchos, era crear un gran Museo de Napoleón en París y enriquecer la Pinacoteca de Brera en Milán, la nueva capital de la Italia ocupada. Luis Bonaparte, rey de Holanda, había creado el Koninklijk Museum de Ámnsterdam, y Jerónimo Bonaparte, rey de Westfalia también hizo un museo en Kassel. Lo que no esperaba José Bonaparte fue la buena disposición y colaboración activa de la nobleza y autoridades civiles y religiosas, como sucedió en España. “Cuando llegó el 2 de mayo de 1.808, la mayoría de la nobleza y el alto clero no ofreció resistencia, el ejército regular permaneció en sus cuarteles… Conocida es la declaración del duque del Infantado a José I: Los Grandes de España, decía, fueron siempre conocidos por su lealtad a sus soberanos, y Vuestra Majestad hallará en ellos la misma afección y fidelidad” (2), como en principio así fue.

Jose I, rey de las Españas y de las Indias, siguiendo el modelo de sus hermanos también quiso crear un museo y en 1.809 dictó un Real Decreto en el que decía “que brille el mérito de los célebres pintores españoles, poco conocidos de las naciones vecinas, procurándoles al propio tiempo la gloria inmortal que merecen tan justamente los nombres de Velázquez, Ribera, Murillo, Rivalta, Navarrete, Juan San Vicente, y otros. Visto el informe de nuestro Ministro de Interior, y oído nuestro Consejo de Estado, hemos decretado y decretamos lo siguiente: Art.1 Se fundará en Madrid un Museo de Pintura, que contendrá las colecciones de las diversas escuelas, y a este efecto se tomarán de todos los establecimientos públicos, y aún de nuestros palacios, los cuadros necesarios para completar la reunión que hemos decretado”, si bien en el Art. 2 anunciaba abiertamente el saqueo "se formará una colección general de los pintores célebres de la escuela española, la que ofreceremos a nuestro augusto Hermano el Emperador de los Franceses, manifestándole al propio tiempo nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo de Napoleón" (3).

Se sabe que para la localización de las obras se sirvieron de un libro del pintor y escritor, Juan Ceán Bermúdez, publicado en 1.800 con el título de “Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España”. 

La mentalidad ilustrada de José I y su interés por la creación de un Museo Nacional, contrasta con la estupidez del Borbón, ejemplificada en el famoso incidente llamado “The Spanish Gift”: En 1.813 tras la batalla de Vitoria, ya en la retirada de los franceses, el luego duque de Wellington interceptó un cargamento con más de doscientas pinturas y otros objetos artísticos, botín de guerra de los franceses, que no dudo en llevarse a Londres. Arrepentido, un año después escribió a Fernando VII a través de su hermano sir Henry Wellesley, representante de Jorge III en España, pidiéndole instrucciones con ánimo de devolverlos, pero para su sorpresa no obtuvo respuesta, así que insistió y se puso en contacto con el embajador de España que le trajo la respuesta del rey: “Adjunto os transmito la respuesta oficial que he recibido de la Corte, y de la cual deduzco que Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables” (…), y es que además llovía sobre mojado, porque ya antes, después de la batalla de Salamanca en agosto de 1.812, el rey le había regalado doce pinturas del palacio de La Granja de San Ildefonso; pero ahora esto le parecía demasiado, perplejo Wellington volvió a escribirle agradeciéndole su generosidad, pero diciéndole que no podía aceptar y reiterándole su disposición a devolver las obras. Fernando VII persistió en su absurda postura. Había cuadros de Velázquez, Ribera, Murillo, Claudio Coello, Giulio Romano, Correggio, Van Dyck, Tiziano, etc. Un regalo sorprendente si tenemos en cuenta que ya estaba más que bien pagado, además de su conducta más que incívica en suelo peninsular: señalando por ejemplo el bombardeo de Béjar (competencia de la industria textil inglesa) cuando la ciudad ya se había rendido, o el de la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro de Madrid, cuando ya habían huido los franceses.

Con el Tratado de París en 1.814, Francia dio por terminada la guerra contra la Sexta Coalición, y entre otras cosas se comprometió a devolver las obras de arte que había saqueado de los países ocupados, sólo en el Louvre había más de cinco mil obras de toda Europa producto de las campañas de Napoleón. Pero unos meses después de iniciarse las negociaciones en el Congreso de Viena, la desastrosa gestión diplomática del representante español, Pedro Gómez Havelo (marqués de Labrador), que llegó a aceptar dinero por algunas de las obras que tenía obligación de recuperar, acabó por dejar la entrega en agua de borrajas, y por unas razones u otras, sólo unas pocas volvieron a España. Italia en cambio recuperó aproximadamente la mitad, unas 250 obras de sus grandes maestros.


II

Amortizar un bien era ponerlo en régimen de “manos muertas”: entregado en propiedad a la Iglesia, la nobleza o las órdenes militares, no podía venderse ni traspasarse, y sólo podía ser transmitido por herencia. En el s. XVIII el mayor obstáculo para el desarrollo de la agricultura en España era la gran cantidad de tierras en régimen de “manos muertas”, y la necesidad de una desamortización era un clamor. “Las penurias económicas de la larga lucha contra los franceses, desde 1.808 a 1.814, pusieron más de manifiesto el obstáculo que significaban, las manos muertas, el sistema de propiedad del suelo, que había paralizado la producción del agro español. Tanto los franceses como las Cortes de Cádiz se propusieron reformar la estructura del Estado y de la estancada sociedad española y se dictaron diversas medidas desamortizadoras” (4), José Bonaparte en 1.809 suprimió las órdenes monásticas e incautó sus bienes, y por su parte las Cortes de Cádiz en 1.812 decretaron la expropiación de los establecimientos públicos eclesiásticos, regulares o seculares de ambos sexos, y un año después suprimieron la Inquisición y expropiaron todos sus bienes. 

Cuando el gato no está en casa, los ratones salen de fiesta, pero la fiesta duró poco, Fernando VII regresó y todas estas leyes fueron anuladas por circular administrativa del 29 de junio de 1.815; se restauraron los señoríos territoriales y la obligatoriedad de los gremios, se restableció la Inquisición, y todas las iniciativas legislativas desamortizadoras de los constituyentes de Cádiz así como la misma Constitución de 1.812, fueron derogadas. En 1.854 Marx escribió un artículo en el New York Daily Tribune donde decía, “Rara vez ha presenciado el mundo un espectáculo más humillante. Cuando Fernando entró en Valencia el 16 de abril de 1.814, el pueblo, presa de un júbilo exaltado, se enganchó a su carroza y dio testimonio al rey por todos los medios de expresión posibles, de palabra y obra, que anhelaba verse de nuevo sometido al yugo de antaño; resonaron gritos jubilosos de ¡Viva el rey absoluto!, ¡Abajo la Constitución!” (5). El terror de la represión fernandina no pudo ser más bestia, y en 1.820 provocó el Levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan que obligó al rey a acatar la Constitución, pero otra vez la fiesta duró poco, porque el rey pidió ayuda a la Santa Alianza, y esta mandó a los “Cien Mil Hijos de San Luis”. En 1.823 se fusiló al capitán general Riego, y se reinstauró la monarquía absoluta, que si salvaje fue la represión durante el primer periodo absolutista, aún lo fue más durante la llamada Década Ominosa, aquella que empezó al grito de ¡Viva las cadenas!, cerró las universidades, fomentó la tauromaquia, prohibió la enseñanza de matemáticas y astronomía; y durante la cual no se habló ni una palabra de desamortizar. Las tropas del duque de Angulema -los "Cien Mil Hijos de San Luís"- en previsión de ulteriores problemas para cobrar sus honorarios, como así sucedió, se cobraron sus servicios a la causa del rey robando en su avance todas las obras de arte que pudieron, "precedidos por las partidas absolutistas, las bandas de feotas encabezadas por El Ángel Exterminador. Sobre la represión, fue tan implacable que los propios franceses hubieron de protestar ante Fernando VII y ponerle en la tesitura de aliviar el terror o no contar con su ayuda" (6). 

En 1.833 murió Fernando VII, un año después se abolió definitivamente la Inquisición, y en 1.835 con reticencias de la reina regente, que pedía otra intervención de Francia y la vuelta del ejército francés para imponer el orden, se nombró presidente del Consejo de Ministros al liberal Mendizabal, que al año siguiente dictó un nuevo decreto de desamortización: “Serán declarados en venta, desde ahora, todos los bienes raíces de cualquiera clase que hubiesen pertenecido a las comunidades y corporaciones religiosas extinguidas” (7), con la urgente intención de pagar las armas a los británicos para hacer frente a la guerra interna, la primera guerra carlista... pero ese mismo año presentó su dimisión, y el decreto se quedó en agua de borrajas. 

En 1.841 el general Espartero volvió a intentarlo, pero a los tres años la ley fue derogada; por fin durante el bienio progresista (1.854-1.856) también con Espartero, su Ministro de Hacienda Pascual Madoz, otra vez volvió a la carga, y esta vez a la larga con relativo éxito, gracias al Concordato firmado con la Santa Sede en 1.859 que garantizaba al Vaticano generosas indemnizaciones, y sobretodo y en mayúsculas, por tratarse de una desamortización reducida a su mínima expresión. La influencia de la iglesia católica en los asuntos de Estado era enorme y hasta 1.868 la Corte estaba atestada de monjas y sacerdotes. En definitiva, todos los intentos de desamortización duraron lo que un caramelo a la puerta de un colegio, y no sirvieron a su objetivo.

Es muy injusto atribuir a las desamortizaciones responsabilidad en la destrucción de patrimonio artístico o su pérdida y salida fuera de España, el objetivo de las desamortizaciones era doble: racionalizar el régimen de propiedad del suelo poniendo en valor las "manos muertas"; y frenar al abandono y la rapiña, acompañada de masivas ventas ilegales de obras de arte, haciendo público lo que hasta entonces se hacía de forma clandestina y privada. Las subastas públicas con pujas, daban la oportunidad de concursar a particulares e instituciones, que competían con el lucrativo negocio ilegal. Y si bien sólo era un cambio de manos, al menos se hacía con transparencia y se trataba de manos más “cuidadosas”, que en algunos casos sirvieron para evitar la destrucción por abandono o dispersión de obras, y llevaron a la creación de muchos pequeños museos locales o provinciales. 

En aquel momento se puede decir que el 80% de los bienes artísticos que había en España eran propiedad de la Iglesia; y cardenales, obispos, cabildos catedralicios, párrocos, priores, abades y abadesas, consideraban (aún lo hacen) como propio todo aquello de la Iglesia; por lo cual entendían como una intromisión intolerable y un ataque a la propiedad privada, que el Estado se metiera en sus negocios. Defendían su derecho a hacer con lo suyo lo que les viniera en gana, y no tenían ningún reparo en la destrucción de patrimonio, su demolición o desguace, o su venta a traperos, chamarileros, buhoneros, anticuarios, coleccionistas, compradores nacionales o extranjeros, y siempre en la sombra con secretismo, aunque periódicamente saltaban escándalos en la prensa por este tipo de transacciones, consiguiéndose algunas veces llegar a pararlas a tiempo.


III

En el periodo que va de La Restauración en 1.874, a la Ley republicana del 13 de mayo de 1.933; con Alfonso XII, la regencia de María Cristina, Alfonso XIII, Primo de Rivera y Berenguer, una serie de factores tanto de orden interno como externo van a concurrir al momento de mayor expolio del patrimonio artístico español. Por un lado, los avances en las comunicaciones y el transporte internacional de mercancías, el creciente interés en los países desarrollados por el arte en general y el enriquecimiento de sus museos nacionales; y por el otro, el carácter sociológico de los vendedores: la aristocracia, el clero y la alta burguesía.

El aumento de la demanda internacional, la visión de futuro de los coleccionistas y la inteligencia comercial de sus agentes internacionales, proporcional a la imbecilidad de los vendedores, fueron el sustrato necesario para el despojo artístico.

La edición de los Catálogos Monumentales provinciales que empezó en la primera década del s.XX, paradójicamente sirvió de guía a los compradores.

Sobre los vendedores:

En primer lugar la aristocracia; parásitos sociales, atrasados e ignorantes, enemigos de la Ilustración, rentistas, poseedores del suelo al que son incapaces de dar rendimiento, aquello de ni come ni deja comer, “Los Medinaceli consagraron a la caza durante mucho tiempo 15.000 hectáreas sobre 16.000 de buenos terrenos” (8); y que anclados en el Antiguo Régimen despreciaban el orden burgués del Estado-nación y rechazaban cualquier merma en sus privilegios feudales. Desconfiados de la clase política a la que, en comunión con el clero, consideran hostil, ven en la coyuntura del momento una ocasión de hacerse con dinero fácil poniendo en venta sus bienes artísticos, sin ninguna sensibilidad social y sin pensar en otra cosa que el beneficio inmediato. 

Los nombres de estos depredadores del tesoro artístico español son bien conocidos en los casos de las ventas legales, aunque estas fueron las menos, pero en cualquier caso los protagonistas fueron los mismos: el marqués de la Vega-Inclán, el tiranosaurio rex del patrimonio artístico español; el duque de Alba, el duque de Medinaceli, el duque de Villahermosa, la condesa de Añover y Castañeda, el duque de Medina Sidonia, el duque de Alburquerque, etc, pero en mayor o menor medida en el negocio estuvieron implicadas todas las Casas nobiliarias de España.

Los ejemplos se cuentan por miles, y sólo pondré tres: en 1.926 el conde de las Almenas subastó parte de su colección de arte en la American Art Association de Nueva York, hoy parcialmente en la Kress Collection, el Fogg Art Museum, etc; en 1.887 el duque de Alba subastó su colección del palacio de Liria de Madrid, en el Hotel Drouot de París; y en 1.896 el duque de Osuna subastó en Madrid su colección de arte, entre cuyos lotes había 331 cuadros, de los que 24 eran de Goya, y asimismo su biblioteca con más de 35.000 libros y manuscritos, que afortunadamente fue adquirida por el Estado y hoy se custodia en la Biblioteca Nacional.

En segundo lugar entre los vendedores está el clero, como ya he dicho, propietarios de la mayor cantidad de obras de arte, y a los que debemos que para estudiar a los grandes maestros "españoles" del s.XV, Fernando Gallego, Juan de Flandes, Nicolás Francés, etc, tengamos que ir fuera de España. En el caso del clero a la codicia hay que sumar: una ignorancia aún mayor que la de la aristocracia, lo que les puso muchas veces en el papel del timador timado, y que empujó a anticuarios, chamarileros, coleccionistas o los agentes comerciales de estos, a recorrer incansables las diócesis buscando gangas; la hipocresía, especialidad de la casa, que favoreció las transacciones ilegales; y la mala leche, y al respecto cito como ejemplo el caso de las veintiséis tablas de Fernando Gallego del retablo mayor de la catedral de Ciudad Rodrigo (Salamanca): el cabildo de Ciudad Rodrigo que en 1.823 (Trienio Liberal) rechazó una generosa oferta de compra del director de la Academia de Bellas Artes de Valladolid; las malvendió en 1.877 a un agente internacional, y hoy están en el University of Arizona Art Museum.

Sucedía en toda España, pero hubo diócesis como las de Ávila, Salamanca, Sevilla, Pamplona, Valladolid, Burgos, Calahorra, Astorga, Lérida o Zamora, que se hicieron famosas en la prensa por sus oscuros negocios, levantando muchas voces de queja.

Uno de esos casos escandalosos que llegó a la opinión pública fue el de “La Adoración de los Reyes Magos”, la magnífica tabla de Hugo van der Goes, del retablo de Monforte de Lemos, vendida en 1.910 por el padre Santoja -rector del Colegio Nuestra Señora de la Antigua de Monforte de Lemos (Lugo), siendo patrono de la institución el duque de Alba, Jacobo Fitz James Stuart Falcó- a los intermediarios del kaiser Guillermo II, hoy en el Staatliche Museen de Berlín. La venta levantó protestas de Sorolla, Zuloaga, Emilia Pardo Bazán, Azorín, etc, y hasta del liberal Canalejas, presidente del Consejo de Ministros (que en poco más de dos años se convirtió en un azote del movimiento obrero y gracias a un anarquista aragonés se llevó lo suyo) llevó el conflicto a las Cortes, pero la transacción  tuvo el consentimiento de Romanones, presidente de la Real Academia de Bellas Artes, y lo que resultó más relevante, contó con la autorización del payaso Alfonso XIII. Así se refería Azorín al suceso en el periódico La Vanguardia del 1 de abril de 1913: "En la prensa se ha producido un estruendoso clamor a propósito de la venta de este cuadro; se han escrito multitud de artículos; se han pergeñado brillantes crónicas; se han hecho pintorescas informaciones; han surgido personalidades que han ofrecido cantidades diversas, se ha abierto una suscripción; propúsose la celebración - ¡cómo no! - de una corrida de toros; en suma, las proposiciones, protestas, gritos de indignación, trazas y arbitrios mil han resonado, en pintoresca greguería, a través de toda España". 

En ocasiones los clérigos fueron usados de testaferros, como pasó con el retablo y altar de Ayala, de la iglesia de Quejana (Álava), propiedad del patronato del duque de Alba, vendidos en 1.913 por el párroco de la localidad al mercado norteamericano, y hoy en The Art Institute of Chicago. Pero las más de las veces no fue así, y hay cantidad de ejemplos de transacciones directas, como la portada románica de la iglesia de San Miguel de Uncastillo, vendida en 1.915 por Manuel de Castro Alonso, obispo de Jaca, más tarde arzobispo de Burgos, hoy en el Boston Museum of Fine Arts; y en el mismo museo, los frescos románicos del ábside central de Santa María de Mur, de la segunda mitad del s. XII, arrancados con la técnica del strappo y vendidos por el obispado de Lérida en 1.919.

El clero vendió esculturas de todas las épocas y lienzos de todos los grandes pintores: por ejemplo montones de cuadros del Greco y su escuela, y de entre estos en 1.904 el cabildo de la catedral de Valladolid vendió dos de sus más famosos retratos, el “Caballero de la casa de Leiva” en el Museum of Fine Arts de Montreal, y “San Jerónimo” en The Fryck Collection de Nueva York. Pero también vendieron elementos arquitectónicos; pinturas al fresco; y de lo pequeño a lo grande: forjas y enrejados, piezas de eboraria y joyería, alfombras persas e hispanoárabes, tapices, todo tipo de objetos de uso litúrgico, etc: por ejemplo en 1.929 el obispo de Burgos vendió dos tapices flamencos procedentes de la catedral, hoy en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, y antes ya había vendido muchos más, igual que hicieron entre otros el obispo de Valladolid o Zamora; o iglesias enteras o a trozos, como los casos antes mencionados en el Boston Museum of Fine Arts; Coros completos, aunque generalmente sólo las sillerías, porque el resto lo echaban a la hoguera, así por ejemplo, en 1.926 el cabildo de la catedral de Ávila autorizó al párroco de San Juan de Olmedo para vender catorce valiosas sillas corales que había en su parroquia, que desaparecieron de inmediato; etc.

Entre 1.929 y 1.930, las diócesis de Burgos, Astorga y Calahorra, realizaron ventas a gran escala de obras de arte, y el prelado de Astorga amenazó a la Comisión Provincial de Monumentos de León, encargados de hacer una inspección, considerando un sacrilegio que pretendieran entrometerse en sus negocios que entendía como los "negocios de la Santa Madre Iglesia" .

Algunas veces, las menos, la policía intervino oportunamente cortándoles el rollito, por ejemplo cuando el arzobispo de Burgos vendió los restos de la iglesia románica de Nuestra Señora de la Llana en Cerezo de Río Tirón (Burgos), cuyo conjunto escultórico llamado la “Epifanía” se encuentra hoy en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York; la portada románica fue recuperada tras una denuncia en 1.928, cuando se encontraba a punto de ser embarcada rumbo a Estados Unidos, empaquetada a trozos como máquinas de coser. O cuando en 1.929 el párroco de la iglesia de Sasamón (Burgos) vendió a unos italianos una alfombra persa y tapices, y en 1.932 después de una denuncia, la policía interceptó cerca de la frontera con Irún los tapices procedentes de la misma iglesia, camuflados dentro de un carromato sirviendo de cama a una mujer supuestamente enferma.

Y en tercer lugar entre los vendedores, está la alta burguesía de la época de La Restauración, pillos y caciques, una clase alta de nuevos ricos que se defiende a mordiscos en una sociedad medieval; en la que asombran por su falta de sensibilidad social los nombres de las más preclaras personalidades de la política y la cultura oficial, todos implicados en el negocio de exportación y venta de obras de arte, en una larga lista que empieza por el novelista Blasco Ibáñez y el pintor Joaquín Sorolla, que gozaban de reconocimiento y muchas amistades en los Estados Unidos; pintores como Federico Madrazo y sus hijos también pintores Raimundo y Ricardo, o Aureliano Beruete, que vendieron obras y fueron intermediarios en operaciones comerciales que sacaron de España valiosas obras del Greco, Velázquez, Goya, etc; Políticos corruptos como Romanones, Elías Tormo, Espartero o Prim capaces de bombardear Barcelona y vender a su padre; medio coleccionistas, medio contrabandistas, como Luis Plandiura o Lázaro Galdiano; historiadores de arte, más preocupados por su economía doméstica que por el arte, como Manuel Bartolomé Cossío, José Gudiol, Juan Cabré - que arrancaba y se llevaba a su casa todo lo que encontraba de valor en sus exploraciones-, José Pijoán, Manuel Gómez Moreno, etc; repito, todos implicados en la venta fuera de España de obras de arte y antigüedades.

Eventualmente, de ciento a viento, como decía antes, el Estado intervenía, así por ejemplo en 1.926 por denuncia del embajador de Francia en España, la policía frustró el envío de 42 cajas con antigüedades y obras de arte, procedentes de España, de 2.500 kg de peso total, embarcadas en el vapor “Chicago” en el puerto de Burdeos junto a 400 pasajeros rumbo a Nueva York, con escala en Vigo. 

Y después de hablar de los vendedores, convendrán unas lineas sobre los compradores: las casas de antigüedades y las salas de exposiciones y subastas, más importantes de Europa; los coleccionistas internacionales públicos, todos los museos de Europa y  EE.UU.; y los coleccionistas privados, y de entre estos, con especial relevancia los coleccionistas norteamericanos interesados en el arte español, por ejemplo: Pierpoint Morgan, Chester Dale y George Blumenthal, banqueros; Andrew Mellow, secretario del Tesoro (1.921-1.932); John D. Rockefeller y Algur H. Meadows, petroleros; Henry Clay Frick, industrial y financiero; Samuel H. Kress, propietario de establecimientos comerciales; Henry Osborne Havemeyer, industrial azucarero; Charles Deering, empresario que vivió un tiempo en Cataluña; Henry Walters, magnate ferroviario; Isabelle Stewart Gardner, rica heredera; Joseph E. Wildener, organizador de carreras de caballos y socio fundador de la National Gallery of Art en Washington; y especialmente William Randolph Hearst, magnate de la prensa, que no le hacía ascos a nada, y lo mismo arramblaba con el monasterio de Sacramenia (Segovia) en 1.925 o con la sala capitular del monasterio de Santa María de Óvila (Guadalajara) en 1.928, que a través de su agente Byne en 1.917, llegaba a un acuerdo con la diócesis de Salamanca para la compra de unas pequeñas arquetas medievales de un palmo de altura. Cabe decir que a principios del s.XX se puso de moda entre la alta sociedad en el sur de los Estados Unidos la arquitectura llamada Spanish Revival Style, un kitch colonial con pretensiones historicistas, que podía muy bien incorporar artesonados, celosías, enrejados de forja, armaduras, cuadros y muebles de época, tapices, y elementos arquitectónicos clasicistas como arcos, columnas, capiteles, puertas monumentales, patios interiores con fuentes, templetes, ventanas ornamentales, balcones, etc

La Ley republicana del 13 de mayo de 1.933, vino a poner freno a más de un siglo de expolio, en su Art.1º definía en qué condiciones un inmueble o mueble sería considerado como Patrimonio Artístico Nacional, y en su Art.41º decía: “Los objetos muebles definidos en el Art.1º, que sean propiedad del Estado o de los organismos regionales, provinciales o locales, o que estén en posesión de la Iglesia en cualquiera de sus establecimientos o dependencias, o que pertenezcan a persona jurídica, no se podrán ceder por cambio,venta o donación a particulares, ni a entidades mercantiles”, una atención por el patrimonio cultural que ya anticipó en el Art. 45 de la Constitución de 1931: "Toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye un tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado, que podrá prohibir su exportación y enajenación y decretar las expropiaciones legales que estimare oportunas para su defensa. El Estado organizará un Registro de la riqueza artística e histórica, asegurará su celosa custodia y atenderá a su perfecta conservación. El Estado protegerá también los lugares notables por su belleza natural o por su reconocido valor artístico o histórico" (9). Fue una ley modélica y muy avanzada para su época, y una lástima que nuevamente durará poco.


IV

Durante la guerra civil en el bando republicano, que no olvidemos la 2ª República fue llamada la “república de los intelectuales”, se hizo todo lo humanamente posible para proteger el patrimonio artístico y monumental, incluyendo el traslado de las obras del Museo del Prado a Valencia en primera instancia, para protegerlas de los bombardeos fascistas sobre Madrid, que sólo respetaron el barrio de Salamanca (donde vivía la clase alta), y que en tres años destruyeron museos, iglesias, conventos, hospitales, universidades, etc, lo mismo que en el resto de ciudades sometidas a bombardeos y artillería pesada. Tres años en los que la aviación franquista, los italianos y la legión Cóndor, se emplearon a fondo. La república creó la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico para ocuparse de la protección del Patrimonio Nacional. Los ataques contra iglesias al principio de la guerra, cesaron rápidamente y sólo tuvieron algo de efecto en áreas rurales muy limitadas, aparte que a esas alturas casi ya no les quedaba nada de valor dentro, y fuera de bromas, no fueron tantos ataques como la llorona propaganda de la dictadura franquista presentó durante y después de la guerra, el número probablemente fue proporcional al de los curas trabucaires atrincherados en campanarios. La república amaba el arte y la cultura, al contrario que el bando nacional que además de prohibir o censurar el trabajo de miles de artistas e intelectuales, como Alberto Sánchez, Maruja Mallo, Pablo Picasso, Mateo Hernández, Julio González, Apel-les Fenosa, Antoní Clavé, etc,  con miles de libros prohibidos; tenía una larguísima lista de "intelectuales desafectos al régimen" y "artistas degenerados", en sintonía con sus hermanos mayores y benefactores, los nazis alemanes y los fascistas italianos, que ideológicamente despreciaban el arte, y desconfiaban y menospreciaban el trabajo intelectual.

Un suceso que ilustra estas dos actitudes diferentes con respecto al arte y la cultura, esta diferencia de sensibilidades, es el que tuvo lugar cuando en 1.936 las fuerzas republicanas asaltaron en la linea de frente la iglesia parroquial de Almadrones (Guadalajara) y se encontraron dentro un importante conjunto de cuadros del Greco; los cuadros de inmediato fueron cuidadosamente trasladados a Guadalajara donde se pusieron a salvo en custodia. Después de la guerra civil los cuadros fueron trasladados a Madrid y depositados en el Museo del Prado, pero poco después el obispo de Sigüenza-Guadalajara (10) los recuperó y decidió venderlos; cuatro milagrosamente se quedaron en el Museo del Prado, y el resto fueron a parar al Kimbell Art Museum de Fort Worth (Texas), el County Museum de Los Ángeles, The Clowes Foundation de Indianapolis y coleccionistas privados norteamericanos. 

En el bando nacional cualquiera que se hubiera mostrado afín a la república desde 1.931 hasta la fecha, en el mejor de los casos sufrió expropiación de bienes, son famosas las expropiaciones de colecciones de arte a empresarios afines al PNV, pero fue una práctica sistemática en todo el territorio controlado por ellos, que continuó en la posguerra. Muchas casas de políticos, artistas e intelectuales republicanos fueron despojadas a sus legítimos propietarios y herederos, sus bienes saqueados y sus colecciones de arte y bibliotecas personales, tratadas igual que botín de guerra, como en los lamentables casos de los anarquistas, Ramón Acín y su casa de Huesca, o Antonio de Hoyos y Vinent, que poseía una de las bibliotecas más grandes de Madrid, de la que saquearon hasta el último libro, y que aún a finales del siglo XX podían encontrarse en la Cuesta de Moyano (identificados por su ex-libris); y de tantos otros, en una persecución implacable casa por casa, por todos los pueblos y ciudades de España, llegándose a legislar para dar apariencia legal a las apropiaciones tanto de bienes muebles como inmuebles. Un expolio atroz y salvaje, muchas veces ignorado.

Finalmente en 1.939 el fascismo internacional ganó la guerra civil, y en la dictadura franquista podemos distinguir varias etapas, la primera hasta el final de la 2ªGM que responde al revanchismo indiscriminado e insaciable, en la que al frente de las Direcciones Provinciales de Patrimonio se pone a falangistas "con estudios", que hacen de su capa un sayo y en muchos casos se dedican a robar como si no hubiera un mañana, enriqueciendo sus colecciones privadas, con una opacidad e impunidad absoluta. 

Es una época sin ley ni criterio, de robo masivo, anticipada por el reaccionario conde de las Almenas (al que ya me he referido) que en la cima de un paraje rocoso en medio de la nada, levantó entre 1.920 y 1.921 el rocambolesco palacio del Canto del Pico, monstruosidad defendida por el político conservador e historiador del arte Elías Tormo, que no sin polémica, obtuvo en 1.930 la declaración de Monumento Nacional; y del que la mayoría pensó ser “la obra de un loco” y un caso patológico de “elginismo” extremo. Al conde no se le ocurrió otra cosa que coger de aquí y allí, con una total falta de respeto por la historia del arte, en un robo perpetrado con impunidad que reunió objetos de todos los estilos y épocas, mezclados con paredes pintadas al óleo, suelos y escaleras de piedra,  alfombras hispanoárabes, tapices flamencos, azulejos de todo tipo, el claustro gótico del Real Monasterio de Santa María de Valldigna (devuelto a su lugar de origen en 2007), artesonados mudéjares, columnas y chimeneas góticas, grandes escudos barrocos, armaduras, pinturas y esculturas de todas la épocas, decoraciones platerescas de madera, etc, y todo comprimido dentro de una fachada insólita y sin sentido, trampantojo del castillo de Frankenstein, si bien con demasiados vanos para ser una fortaleza -siendo como un catálogo surtido de ventanas y balcones en todas sus formas-, hecho en piedra a cara vista mezcla de sillarejo, sillar y mampostería; y para colmo, con un templete románico adosado en el segundo cuerpo del edificio a un lado de la entrada monumental. Una mezcolanza donde cabía todo: una fuente mallorquina de 1.569, una columna del Patio de la Infanta de Zaragoza, sillas del Coro de la catedral de la Seu d'Urgell, tallas góticas de la colegiata de Logroño, puertas de las Salesas Reales de Madrid, el sarcófago renacentista del duque de Hijar (vendido en 1.903 por el párroco de la localidad turolense a unos anticuarios y hoy en la recepción del hotel Alcázar de Sevilla), con cuadros barrocos y neoclasicos y molduras modernistas, etc. El caso es que al acabar la guerra civil y un año después morir el conde, este le dejó el palacio en herencia a Franco. Regalo envenenado para cualquiera, Franco se identificó plenamente con semejante aberración e hizo construir una carretera privada desde El Pardo (su residencia habitual), además de completar la decoración con los cientos de regalos de dudoso gusto que recibía, una especie de bazar kitch, para que no faltara detalle, y se ve que para asombro de propios y extraños además le gustaba pasar allí los fines de semana, aún siendo los dormitorios  pequeños, fríos y de techos bajos. En mi opinión este edificio refleja muy bien lo que el dictador y su régimen entendían por arte: en ese momento les daba exactamente igual, y obviamente no estaba ni de lejos entre sus preocupaciones.

Esta fase de desprecio por la historia del arte, el arte y lxs artistas, más cruda hasta el final de la 2ªGM, se prolongará desde el final de la guerra civil durante toda la época de aislamiento del régimen, hasta 1.955 con el ingreso de España en la ONU, y un lamentable hito, episodio que marca el final de esa época de expolio, es el vergonzoso regalo que el gobierno español hizo en 1.956 al de los Estados Unidos: el ábside de San Martín de Fuentidueñas (Segovia), obra románica, monumento nacional desde 1.931, hoy en The Cloisters (filial del Metropolitan Museum of Art de Nueva York). Una lamentable operación de conformidad con el obispo de Segovia y empujada por el historiador del arte Manuel Gómez Moreno (su hija Carmen era empleada en The Cloisters), que tuvo como contrapartida, el canje por una parte de las pinturas románicas de San Baudelio de Berlanga (hoy en el Museo del Prado), las menos relevantes del conjunto, que llevaban tiempo en el mercado de subastas norteamericano sin encontrar comprador, y que fueron compradas por el gobierno de los Estados Unidos para la ocasión y en última instancia cubrir un poco las apariencias en el asunto. Treinta años antes el Tribunal Supremo, en 1.925 durante la dictadura de Primo de Rivera, después de un breve litigio, había sancionado la legalidad de la operación de venta y salida de España que habían hecho los propietarios de las pinturas, pequeños caciques locales.

A partir de 1.955 las cosas irán cambiando paulatinamente a mejor, animados por los vínculos internacionales, la firma de tratados y convenios de actuación; y el patrimonio mueble empezará a estar protegido, pero aparecerán problemas nuevos que amenazarán el patrimonio inmueble. En los años 60 el desarrollismo, haciendo bandera de la especulación y la piqueta, derribará murallas, antiguos conventos y palacios, que en muchos casos el tiempo había transformado en humildes casas de vecinos, en un proceso que comenzado a finales del s.XIX -por ejemplo el palacio Zaporta (Patio de la Infanta) en Zaragoza fue demolido en 1.903-, tendrá ahora su momento de máxima expansión, acompañado de la urbanización no planificada, la codicia del ladrillo, la contaminación y la presión del turismo. 

Hasta aquí una breve panorámica general del proceso de destrucción del patrimonio artístico español en los siglos XIX y XX, y su salida fuera de España. No está en mi ánimo ninguna invectiva nacionalista, pero sí el reclamo reivindicativo para el retorno de algunas obras, pese a la conformidad de las partes en su momento, cuando la hubo, los derechos de usufructo y el tiempo transcurrido. Y sin perder de perspectiva que España fue un país victimario con muchos damnificados. Es importante saber de donde venimos y tomar conciencia que la deslocalización de bienes de interés cultural (edilicia monumental, obras de arte, archivos, bibliotecas, etc.) es un robo a la comunidad. Acabar con la propiedad privada y el derecho de herencia, es tan necesario como acabar con las fronteras. Las obras de arte no pueden estar bajo la espada de Damocles al arbitrio y la venalidad de sus propietarios o propietarias, así que la mejor forma de protegerlas es expropiarlas, especialmente aquellas obras que están en manos probadamente irresponsables como las de la Iglesia católica o la banca; y hacerlas útiles a toda la sociedad.







(1) “Historia del movimiento obrero español 1- de los orígenes a la restauración borbónica”, Diego Abad de Santillán. Editorial Zero (ZYX), 4ª edición, 1.970, Madrid, pág. 36

(2) “La España del siglo XIX- vol.1”, Manuel Tuñón de Lara. Ediciones Akal, 2.000, Madrid, pág. 33

(3) "La destrucción del patrimonio artístico español. W. R. Hearst: el gran a acaparador", José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz. Ediciones Cátedra, 2012, Madrid, pág. 28

(4) “Historia del movimiento obrero español 1- de los orígenes a la restauración borbónica”, Diego Abad de Santillán. Editorial Zero (ZYX), 4ª edición, 1.970, Madrid, pág. 49

(5) “La España revolucionaria”, Karl Marx. Alianza Editorial, 2ª edición, 2.014, Madrid, pág. 102
 
(6) "Historia del Arte en España, Tomo II", Valeriano Bozal. Ediciones Istmo, 4ª edición, 1.978, Madrid, pág. 31

(7) “La España del siglo XIX- vol.1”, Manuel Tuñón de Lara. Ediciones Akal, 2.000, Madrid, pág. 125

(8) “Historia de España”, Pierre Vilar. Editorial Crítica, 14ª edición, 1.981, Barcelona, pág. 99

(9) "La destrucción del patrimonio artístico español. W. R. Hearst: el gran a acaparador", José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz. Ediciones Cátedra, 2012, Madrid, pág. 40

(10) Aún en la actualidad el obispado de Sigüenza-Guadalajara sigue dando noticias y en 2.020 fue denunciado por su irrespetuosa reforma de la sacristía de la iglesia colegiata de la Asunción, monumento del s.XVI, declarado BIC (Bien de Interés Cultural) desde 2.012. Así que parece que los tiempos cambian pero no para todos. 



Ramón Acín en su estudio y vivienda de la calle de las Cortes, en Huesca en 1.930
(Fuente de la imagen: "Trébede" N° 75-76. Cremallo de Ediciones S.L., 2.003, Zaragoza. Pág. 63) 



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