"LA NECESIDAD DEL ATEÍSMO" (1811), Percy Bysshe Shelley

Una mañana del verano de 1811, el reverendo John Walker, profesor y oficiante en la universidad de Oxford, con más visos de inquisidor español que de flemático reverendo inglés, se detuvo, perplejo, asombrado e iracundo ante el escaparate de la librería de los señores Munday y Slater. Antes de entrar quiso cerciorarse bien de lo que sus dilatados ojos estaban devorando… ¡Necesidad de ateísmo! ¡¡Necesidad de ateísmo!! ¡¡¡Necesidad de ateísmo!!! Casi todo el escaparate estaba ocupado por pilas de folletos mostrando ostentosamente el escandaloso título, meticulosa y estética-

mente arreglados para llamar la atención por sobre los otros libros negligentemente distribuidos. Ya bien cerciorado, entró en la tienda para decir con toda la violencia y el odio que le inspiraba el herético título:
– ¡Señor Munday! ¡Señor Slater! ¿Se han vuelto ustedes locos? ¿Qué significa esto? – Y abre el escaparate para tomar un ejemplar del pequeño libro y enarbolarlo como prueba irrebatible del crimen.
– Señor – balbuceó Slater – … La verdad es que ni siquiera hemos examinado personalmente el librito y, como deferencia, hemos permitido a su joven autor que él mismo instalase los ejemplares tal y como usted los observa…
– ¡Pues ahora mismo, señores, tienen ustedes la obligación de hacer desaparecer inmediatamente todos esos libelos de su escaparate y todos los que posean, para llevarlos a su cocina y quemarlos en el acto…

Unos minutos después de que el reverendo John Walker abandonó la librería, habiendo ayudado él mismo a retirar Necesidad del ateísmo de la vista de los clientes, los libreros mandaron a su dependiente en busca de Shelley (Parcy Bysshe Shelley), con quien se justificaron:
– Estamos desolados, señor Shelley… El señor Walker se empeñó en que quitáramos sus libros de ahí… y por el propio bien de usted no hemos tenido más remedio que…
– Pero yo ya tomé mis precauciones – atajó tranquilamente Shelley – He enviado un ejemplar de Necesidad del ateísmo a todos los obispos ingleses, al Vicecanciller y a los maestros de los colegios…

Dos días más tarde, el decano de la universidad mandó llamar a Shelley, quien se encontró con todas las autoridades del lugar formando un extraordinario tribunal.
El decano le muestra un ejemplar de Necesidad del ateísmo y con voz insolente y destemplada le pregunta:
–  ¿Es usted el autor de este libraco?
Silencio
–  ¡Conteste! ¿Es usted, sí o no, el autor de esto?
–  No es justo ni legal interrogarme de esta manera. Son procedimientos de inquisidor, no de hombres libres, pertenecientes a un país libre – contesta esta vez Shelley.
–  ¿Niega usted que esta obra es suya?
–  No responderé.
–  En este caso, queda usted expulsado. Y deseo que mañana por la mañana, lo más tarde salga usted de este colegio.

Y un empleado le entrega un sobre sellado conteniendo la sentencia de expulsión. Shelley corre a la habitación de su amigo Hogg y le refiere, dolorido, la escena. Lo terrible de la sentencia no le amedrenta, aunque signifique la interrupción de todos sus estudios, que son la razón suprema de su vida, sino que le indigna. ¿Con qué derecho le pueden impedir que piense con sus propias convicciones y que pueda comunicar éstas a los demás hombres?...
Su propio amigo Hogg se indigna también, y escribe una nota en la que protesta y se sorprende por el castigo infligido al joven escritor. La nota es llevada inmediatamente al tribunal, e inmediatamente es llamado Hogg.
–  ¿Ha escrito usted esto? – grita el decano enarbolando la nota fresca aún de tinta.
El bueno de Hogg asiente y trata de explicar las razones que le inducen a considerar injusta la expulsión de Shelley…
–  ¡Queda usted expulsado!  – ruge el decano, cortándole en seco su florida disertación.

En la tarde aparecía un comunicado en el vestíbulo de la universidad dando los nombres de los dos amigos y anunciando que son expulsados por haberse negado a responder a las preguntas que se les habían hecho.

Cuando Shelley fue expulsado de Oxford aún no tenía 18 años. A esa edad era un apasionado lector de Voltaire, Diderot, d´Holbach y, sobre todo, de William Godwin. Aún no hacía un año que había leído por vez primera Investigación acerca de la justicia política, y desde entonces sentía por Godwin y su obra una verdadera devoción. Su Necesidad del ateísmo estuvo esencialmente inspirado en las ideas del maestro.



Benjamín Cano Ruiz, “Grandes Figuras del Anarquismo. William Godwin”. Editorial Ideas, Naucalpan de Juárez (México), 1977, pág 17-20


Toba Sōjō (1053-1140), Chōjugiga parodiando un ritual budista


LA NECESIDAD DEL ATEÍSMO

DIOS NO EXISTE

Esta negación debe entenderse sólo en lo que afecta a una Deidad creativa. La hipótesis de un Espíritu inmanente coeterno con el universo sigue en pie.

Un examen minucioso de la validez de las pruebas aducidas para fundamentar cualquier proposición es el único camino seguro para llegar a la verdad; sobre sus ventajas no merece la pena extenderse. Nuestro conocimiento de la existencia de una Deidad es una materia de tanta importancia que nunca puede llegar a investigarse con bastante detalle; en consecuencia, procedemos breve e imparcialmente a examinar las pruebas que se han aportado. Es necesario primero, no obstante, considerar la naturaleza de esta creencia.

Cuando se presenta una proposición a la mente, ésta percibe el acuerdo o desacuerdo de las ideas que la componen. La percepción de su concordancia se denomina creencia. Muchos obstáculos impiden a menudo que esta percepción sea inmediata; la mente trata de apartarlos, de modo que la percepción sea precisa. La mente es activa en la investigación a fin de perfeccionar el estado de percepción de la relación que las ideas componentes de la proposición mantienen entre sí, cosa -esta última- que es pasiva. El confundir la investigación con la percepción ha inducido a muchos a imaginar erróneamente que la mente es activa en la creencia –que la creación es un acto de volición-, en consecuencia de lo cual esta última podría ser regulada por la mente. Continuando con este error, han adscrito cierto grado de criminalidad al descreimiento. Crimen del que la incredulidad es incapaz, al igual que es incapaz de mérito.

El hecho de creer es, pues, una pasión y su fuerza, como en el caso de cualquier otra pasión, se da en exacta proporción al grado al grado de excitación de la misma.

Los grados de excitación son tres.

Los sentidos son las fuentes de todo conocimiento para la mente; consecuentemente, su evidencia exige el asentimiento más definitivo.

La decisión de la mente, fundada sobre nuestra propia experiencia, derivada a su vez de esas fuentes, determina el siguiente grado.

La experiencia de los demás, que apela al elemento anterior, ocupa el grado más bajo.

(Una escala graduada, en la que estuviesen señaladas las capacidades de las distintas proposiciones para pasar la prueba de los sentidos, sería un justo barómetro de la creencia que debería adscribírseles.)

En consecuencia, no puede admitirse ningún testimonio que sea contrario a la razón. La razón se funda en la evidencia de nuestros sentidos.

Cada prueba debe ser referida a una de estas tres divisiones: ha de considerarse de cuál de estas tres proviene cada uno de los argumentos que debieran convencernos de la existencia de Dios.
Primero: Evidencia de los sentidos. Si la Deidad se nos apareciese, si convenciese a nuestros sentidos de su existencia, semejante revelación obligaría necesariamente a creer. Aquéllos a los que la Deidad se les ha aparecido de este modo tienen la convicción más firme posible de su existencia. Pero el Dios de los Teólogos no puede ser visto localmente.

Segundo: Razón. Se insiste en que el hombre sabe que lo que es, o bien ha tenido un comienzo, o bien ha existido desde toda la eternidad: conoce el hombre también que lo que no es eterno ha de haber tenido una causa. Cuando este razonamiento se aplica al universo, es necesario probar que fue creado: hasta que tal cosa quede claramente demostrada, es razonable suponer que ha existido desde toda la eternidad. Hemos de probar el proyecto antes de poder inferir al arquitecto. La única idea que podemos  formarnos de la causación deriva de la constante conjunción de objetos y la consecuente inferencia de uno a partir del otro de ellos. En un caso en que dos proposiciones son diametralmente opuestas, la mente cree la que resulta menos incomprensible: es más fácil creer que el universo ha existido desde toda la eternidad que concebir un ser más allá de los límites del universo y capaz de crearlo. Si la mente se hunde ya bajo el peso de una de estas proposiciones, ¿es que la aliviaría incrementar la intolerabilidad de esa carga?

El otro argumento, fundado en el conocimiento de un hombre de su propia existencia, consiste en esto: un hombre no sólo sabe que ahora es, sino que hubo un tiempo en que no era; por tanto, ha de haber una causa. Pero nuestra idea de causación deriva sólo de la constante conjunción de objetos y la consecuente inferencia de uno a partir del otro de ellos. Y, razonando experimentalmente, de los efectos sólo podemos inferir causas adecuadas de manera exacta a esos efectos. Pero existe, es cierto, un poder generativo que resulta efectuado por ciertos instrumentos: no podemos probar que sea inherente a estos instrumentos, pero tampoco la hipótesis contraria puede demostrarse. Admitimos que el poder generativo es incomprensible. Ahora bien, suponer que el mismo efecto es producido por un ser eterno, omnisciente, omnipotente, deja la causa en la misma oscuridad, pero la vuelve más incomprensible aún.

Tercero: Testimonio. Se requiere que el testimonio no sea contrario a la razón. El testimonio de que la Deidad convence a los sentidos de los hombres de su existencia sólo puede admitirse si nuestra mente considera más improbable el que esos hombres hayan sufrido engaño que el hecho de que la Deidad se les haya aparecido. Nuestra razón nunca puede admitir el testimonio de hombres que, no sólo declaran haber sido testigos presenciales de milagros, sino que la Deidad es irracional. Pues ésta obliga a creer en ella ofreciendo las mayores recompensas por la fe y castigos eternos por la incredulidad. Los seres humanos podemos controlar sólo acciones voluntarias; la fe no es un acto de volición; la mente es aquí incluso pasiva o involuntariamente activa; de todo ello resulta evidente que carecemos del necesario testimonio, o bien que el testimonio es insuficiente para probar el ser de Dios. Ya se ha mostrado antes que no puede ser deducido tampoco de la razón. Sólo aquellos, así pues, que han sido convencidos por la evidencia de sus sentidos pueden creer en él.

De aquí se sigue que, no teniendo pruebas de ninguna de las tres fuentes de convicción, la mente no puede creer en la existencia de una Deidad creadora. Se sigue también que, puesto que el creer es una pasión de la mente, no puede atribuírsele ningún grado de criminalidad al descreimiento y que sólo merecen reprensión los que no eliminan el falso medio a través del cual sus mentes contemplan cualquier objeto de discusión. Toda mente reflexiva debe reconocer que no existe prueba de la existencia de una Deidad.

Dios es una hipótesis y, como tal, requiere pruebas: el onus probandi corresponde al teísta. Sir Isaac Newton dice: Hypotheses non fingo, quicquid enim ex phaenomenis non deducitur hypotesis, vocanda est, et hypothesis vel metaphysicae, vel physicae, vel qualitatum occultarum, seu mechanicae, in philosophia locum non habent (“Yo no invento hipótesis; en efecto, todo lo que no se deduce de los fenómenos ha de llamarse hipótesis, y las hipótesis, sean metafísicas o físicas, referidas a cualidades ocultas o mecánicas, no tienen cabida en la filosofía.”) Principia Mathematica. A todas las pruebas de la existencia de un Dios creador se les aplica esta valiosa regla. Vemos una variedad de cuerpos que posee una variedad de poderes: conocemos meramente sus efectos; nos hallamos en un estado de ignorancia con respecto a sus esencias o sus causas. A estos Newton los llama fenómenos de las cosas; pero el orgullo de la filosofía impide a ésta admitir su ignorancia de las causas. A partir de los fenómenos, que son los objetos de nuestros sentidos, tratamos de inferir una causa, que llamamos Dios y a la que dotamos gratuitamente de toda clase de cualidades negativas y contradictorias. A partir de esta hipótesis, inventamos este nombre general para ocultar nuestra ignorancia de causas y de esencias. El ser llamado Dios de ningún modo responde a las condiciones prescritas por Newton: muestra todos los indicios de ser un velo tejido por la presunción filosófica a fin de que los filósofos oculten su ignorancia, incluso de sí mismos. Toman éstos prestados los hilos de la urdimbre del antropomorfismo del vulgo. Los sofistas han usado similares palabras con el mismo propósito, desde las cualidades ocultas de los peripatéticos hasta el effluvium de Boyle y las crinities o nebulae de Herschel. Dios es representado como infinito, eterno, incomprensible; es contenido en cualquier predicado obverso que la lógica de nuestra ignorancia pueda fabricar. Incluso sus devotos reconocen que es imposible formarse una idea de él y, con el poeta francés, exclaman:

Pour dire ce qu´il est, il faut être lui-même (“Para decir lo que es, hay que ser él mismo”).

Lord Bacon dice que el ateísmo deja en manos del hombre la razón, la filosofía, la piedad natural, las leyes, la reputación y todo lo que pueda servir para conducirle a la virtud; pero la superstición destruye todas estas cosas y se erige en tiranía sobre el entendimiento de los hombres. De aquí que el ateísmo nunca perturbe el gobierno, pero haga al hombre más lúcido, puesto que éste, así, no ve nada más allá de los límites de la vida presente. – Bacon, Ensayos Morales.

*(1) La primera teología del hombre le hizo temer y adorar a los mismos elementos, los objetos materiales y groseros de la naturaleza. A continuación rindió homenaje a los agentes que presiden los elementos, a genios inferiores, a héroes, o a hombres dotados de grandes cualidades. A fuerza de reflexionar, creyó simplificar las cosas al someter toda la naturaleza a un solo agente, a un espíritu, a un alma universal, que ponía en movimiento esta naturaleza y sus partes. Remontándose de causa a causa, los mortales acabaron por no ver nada y fue en esta oscuridad donde colocaron a su Dios. En este abismo tenebroso es donde su imaginación trabaja sin cesar para fabricarse las quimeras que les afligirán hasta que el conocimiento de la naturaleza les desengañe de los fantasmas que de modo tan vano han adorado siempre.

Si queremos dar cuenta de nuestras ideas de la Divinidad, nos veremos obligados a convenir que, por la palabra Dios, los hombres no han podido jamás designar sino la causa más oculta, la más lejana, la más desconocida, de los efectos que ellos veían: no hacen uso de esta palabra más que cuando el juego de las causas conocidas y naturales deja de ser visible para ellos. En cuanto pierden el hilo de las causas, o en cuanto su espíritu no puede seguir más la cadena, cortan de un tajo su dificultad y concluyen sus inquisiciones llamando a Dios la última de las causas, esto es, aquella que está más allá de todas las causas conocidas. De este modo, no hacen sino asignar una denominación vaga a una causa ignorada, en la que su pereza o los límites de sus conocimientos les obligan a detenerse. Cada vez que decimos que Dios es el autor de algún fenómeno, ello significa que ignoramos cómo se ha podido producir el mencionado fenómeno por medio de las fuerzas o de las causas naturales que conocemos. Es así que el común de los hombres, cuya característica es la ignorancia, atribuye a la Divinidad no sólo los efectos inusitados que le sorprenden, sino también los acontecimientos más simples, cuyas causas son las más fáciles de conocer para quién haya podido meditarlas. En una palabra, el hombre ha respetado siempre las causas desconocidas, los efectos sorprendentes que su ignorancia le impedía desentrañar. Fue sobre los escombros de la naturaleza donde los hombres erigieron el coloso imaginario de la Divinidad.

Si la ignorancia de la naturaleza dio origen a los dioses, el conocimiento de la naturaleza está hecho para destruirlos. A medida que el hombre se instruye, sus fuerzas y sus recursos aumentan con sus luces; las ciencias, las artes, la industria, le ofrecen asistencia; la experiencia le da seguridad o le procura los medios para resistir a la acción de muchas causas que dejan de alarmarle en cuanto las conoce. En una palabra, sus terrores se disipan en la misma proporción en la que se esclarece el espíritu. El hombre instruido deja de ser supersticioso.

La única razón de que pueblos enteros adoren al Dios de sus padres y de sus sacerdotes es el testimonio recibido de generación en generación: la autoridad, la confianza, la sumisión y el hábito ocupan el lugar de las convicción y de las pruebas. Los hombres se postran y rezan porque sus padres les enseñaron a postrarse y rezar, pero ¿por qué cayeron éstos de rodillas? Porque en tiempos lejanos sus legisladores y sus guías se lo impusieron como deber. “Adorad y creed”, les dijeron, “en dioses que no podéis comprender. Confiad en nuestra sabiduría profunda; nosotros sabemos más que vosotros de la divinidad”. Pero, ¿por qué habría yo de confiar en vosotros? Porque Dios lo quiere así, porque Dios te castigará si osas resistirte. Pero este Dios, ¿no es, pues, lo que está en cuestión? Sin embargo, los hombres se han contentado siempre con este círculo vicioso. Su pereza mental les hizo considerar más fácil confiarse al juicio de otros. Todas las nociones religiosas están fundadas, únicamente, en la autoridad; todas las religiones del mundo prohíben el examen y no quieren de ningún modo que se razone. Es la autoridad la que quiere que se crea en Dios. Este Dios no está fundado sino sobre la autoridad de ciertos hombres que pretenden conocerlo y venir de su parte para anunciárselo a la tierra. Un Dios hecho por hombres tiene, sin duda, necesidad de los hombres para darse a conocer a los hombres.

¿No será, pues, que la convicción en la existencia de un Dios estará reservada a los sacerdotes, los inspirados, los metafísicos, a pesar de que se la presente como tan necesaria para todo el género humano? Ahora bien, ¿Acaso hallamos armonía entre las opiniones teológicas de los diferentes inspirados o de los pensadores repartidos por la tierra? Incluso entre aquellos que hacen profesión de adorar al mismo Dios, ¿es que existe acuerdo? ¿Les satisfacen las pruebas que sus colegas aportan de su existencia? ¿Suscriben unánimemente las ideas presentadas sobre su naturaleza, su conducta, el modo de entender sus pretendidos oráculos? ¿Existe un país sobre la tierra donde la ciencia de Dios se haya perfeccionado? ¿Ha adquirido ésta, en alguna parte, la consistencia y la uniformidad que vemos tomar a los conocimientos humanos, a las artes más fútiles, a los oficios más despreciados? Palabras como espíritu, inmaterialidad, creación, predestinación, gracia, toda esta multitud de distinciones sutiles de la que la teología está llena en algunos países, estas invenciones tan ingeniosas, imaginadas por pensadores y pensadores siglo tras siglo, no han hecho otra cosa que complicarlo todo y nunca ha podido lograr la ciencia más necesaria para los hombres la más mínima fijeza. Durante millones de años soñadores ociosos han ido substituyéndose uno a otro para meditar sobre la Divinidad, escrutar sus vías ocultas, inventar hipótesis capaces de desarrollar este importante enigma. Su parco éxito no ha desanimado a la vanidad teológica: siempre se ha hablado de él: se han cortado cuellos por él. Pero este ser sublime sigue siendo la cosa más ignorada y la más discutida.

Muy dichosos habrían sido los hombres si, ciñéndose a los objetos visibles que les interesan, hubiesen dedicado a perfeccionar sus ciencias reales, sus leyes, su moral, su educación, la mitad de esfuerzos que han derrochado en sus estudios sobre la Divinidad. Mucho más sabios y afortunados habrían sido, si hubiesen dejado que sus ociosos guías se peleasen entre ellos sondando profundidades capaces de aturdirlos, sin mezclarse en sus disputas insensatas. Pero pertenece a la esencia de la ignorancia atribuir importancia a eso que no se entiende. La vanidad humana hace que el espíritu se endurezca contra las dificultades. Cuanto más se oculta un objeto a nuestros ojos, más esfuerzos hacemos por alcanzarlo puesto que, de esa forma, pica nuestro orgullo, excita nuestra curiosidad, nos parece interesante. Combatiendo por su Dios, uno no combate de hecho más que por su propia vanidad, que, de todas las pasiones producidas por la mala organización de la sociedad, es la más susceptible y la más proclive a cometer grandes locuras.

Si dejando de lado por un momento las molestas ideas que la teología nos da de un Dios caprichoso, cuyos decretos parciales y despóticos deciden la suerte de los seres humanos, no quisiéramos fijar nuestras vidas sino sobre la pretendida bondad que todos los hombres, sin dejar de temblar ante este Dios, están de acuerdo en reconocerle; si admitimos el proyecto que se le atribuye de no actuar sino para su propia gloria, exigiendo el homenaje de los seres inteligentes, de no buscar en sus obras más que el bien de los seres humanos: ¿cómo conciliar estas ideas y disposiciones con la ignorancia verdaderamente ineluctable en la que este Dios, tan glorioso y tan bueno, deja a la mayor parte de los hombres en lo que a él respecta? Si Dios quiere ser conocido, amado, recibir la gratitud de los hombres, ¿cómo es que no se muestra bajo sus rasgos más favorables a todos esos seres inteligentes por los que quiere ser amado y adorado? ¿Por qué no manifestarse a toda la tierra de una manera inequívoca, un modo mucho más capaz de convencernos que todas esas revelaciones particulares que parecen acusar a la Divinidad de una parcialidad deplorable para algunas de sus criaturas? El todopoderoso ¿no tendrá, pues, medios más convincentes de mostrarse a los hombres que esas metamorfosis ridículas, esas pretendidas encarnaciones, atestiguadas sólo por escritores cuyos relatos concuerdan tan poco? En lugar de tantos milagros, inventados para probar la misión divina de tantos legisladores reverenciados por los diferentes pueblos del mundo, ¿no podría el soberano del mundo convencer de un golpe a la mente humana de las cosas que quería que conociese? En lugar de suspender el sol en la bóveda del firmamento, en lugar de repartir sin orden las estrellas y las constelaciones que llenan el espacio, ¿no hubiera sido más conforme con la visión de un Dios tan celoso de su gloria y tan bien predispuesto hacia el hombre escribir de una manera indisputable su nombre, sus atributos, sus permanentes voluntades, todo ello con caracteres indelebles e igualmente legibles por todos los habitantes de la tierra? Nadie podría haber dudado entonces de la existencia de un Dios, de sus claras voluntades, de sus intenciones visibles. Bajo la mirada de este Dios tan terrible, nadie habría tenido la audacia de violar sus órdenes, ningún mortal habría osado dar ocasión a que despertara su cólera. En definitiva, ningún ser humano habría tenido la desfachatez de engañar en su nombre o de interpretar su voluntad de acuerdo con sus propias fantasías.

De hecho, ni siquiera admitiendo la existencia del Dios teológico y la realidad de atributos tan discordantes como los que se le suponen, puede sacarse ninguna conclusión que autorice la conducta o los cultos que se han prescrito para él. La teología es ciertamente el recipiente de las Danaides (2). A fuerza de cualidades contradictorias y de aserciones aventuradas, ha encadenado a su Dios, por así decirlo, de tal modo que le ha hecho imposible actuar. Si es infinitamente bueno, ¿qué razón tendríamos para temerlo? Si es infinitamente sabio, ¿por qué inquietarnos por nuestra suerte? Si lo sabe todo, ¿por qué advertirle de nuestras necesidades y fatigarlo con nuestras plegarias? Si está por todas partes, ¿por qué levantar templos? Si es el señor de todo, ¿por qué hacerle sacrificios y ofrendas? Si es justo, ¿cómo creer que castiga a las criaturas que ha colmado de debilidades? Si la gracia lo hace todo por ellas, ¿qué necesidad tendría él de recompensarlas? Si es todopoderoso, ¿cómo ofenderlo, cómo resistirse a él? Si es razonable, ¿cómo montaría en cólera contra los ciegos, a los que ha dejado la libertad de ser irrazonables? Si es inmutable, ¿con qué derecho pretenderíamos nosotros cambiar sus decretos? Si es inconcebible, ¿por qué ocuparnos de él? SI HA HABLADO, ¿POR QUÉ NO ESTÁ CONVENCIDO EL UNIVERSO? Si el conocimiento de un Dios es el más necesario, ¿por qué no es también el más evidente y el más claro. – Système de la Nature. Londres, 1781 *(3).

El ilustrado y benevolente Plinio se confiesa públicamente un ateo de este modo: Quapropter effigiem Dei formamque quaerere imbecillitatis humanae reor. Quisquis est Deus (si modo est alius) et quacunque in parte, totus est sensus, totus est visus, totus auditus, totus animae, totus animi, totus sui… Imperfectae vero in homine naturae praecipua solatia, ne deum quidem posse omnia. Namque nec sibi potest mortem consciscere, si velit, quod homini dedit optimum in tantis vitae poenis; nec mortales aeternitate donare, aut revocare defunctos; nec facere ut qui vixit non vixerit, qui honores gessit non gesserit, nullumque habere in praeteritum ius praeterquam oblivionis, atque (ut facetis quoque argumentis societas haec cum deo copuletur) ut bis dena viginti non sint, et multa similiter efficere non posse. Per quaedeclaratur haud dubie naturae protentiam id quoque esse quod Deum vocamus. (“Por lo cual, considero propio de la debilidad humana buscar el rostro y la forma de Dios. Sea quien sea Dios (si, quizás, es alguien distinto) y dondequiera que esté, Él es todo sentido, toda visión, toda audición, todo aliento de vida, todo espíritu, todo Él mismo… Verdaderamente, el único consuelo para la naturaleza imperfecta del hombre es que Dios, evidentemente, no lo puede todo, ya que no puede, ni aunque lo quisiera, darse muerte a sí mismo, lo cual es lo mejor que ha entregado al ser humano en medio de las grandes penalidades de la vida; no puede regalar a los mortales la eternidad., ni que regresen los muertos; ni hacer que aquel que ha vivido, no haya vivido, y el que ha alcanzado honores, no los haya alcanzado, ni tiene ningún derecho sobre el pasado, salvo el del olvido, y (para establecer con argumentos amables esta alianza con Dios) no puede conseguir que dos veces diez no hagan veinte ni muchas otras cosas semejantes. Por ello sin duda, resulta evidente que la fuerza de la Naturaleza es aquello a lo que llamamos Dios.”). Plinio, Historia Natural, cap. de Deo.

El newtoniano consistente es necesariamente ateo. Véase Academical Questions de Sir W. Drummond, capítulo III. Sir W. parece considerar el ateísmo al que conduce el  sistema de gravitación como prueba suficiente de su falsedad. Pero sin duda es más consistente con la buena fe de la filosofía admitir una deducción de los hechos que una hipótesis que no puede ser probada, aunque ésta milite con los obstinados prejuicios de la turba. Si este autor, en lugar de arremeter contra el ateísmo atribuyéndole carácter culpable y absurdo, demostrase su falsedad, su conducta habría sido más consonante con la modestia del escéptico y la tolerancia del filósofo.

Omnia enim per Dei potentiam facta sunt: imo quia naturae potentia nulla est nisi ipsa Dei potentia. Certum est nos aetenus Dei potentiam non intelligere, quatenus causas naturales ignoramus: adeoque stulte ad eandem Dei potentiam recurritur, quando rei alicuius causam naturalem, sive est, ipsam Dei potentiam ignoramus. (“En efecto, todas las cosas tienen su causa en el poder de Dios, puesto que ningún poder de la naturaleza existe al margen del poder de Dios. En verdad, no entendemos completamente el poder de Dios en tanto que ignoramos las causas naturales de las cosas. Así pues, resulta estúpido recurrir al poder de Dios cuando ignoramos la causa natural de una cosa, esto es, el poder mismo de Dios.”), Spinozza, Tratado Teológico-Político, cap. I. p.14.


(1) Desde éste y hasta el siguiente ascerisco, Shelley escribe originalmente en francés. Nuestra traducción sigue el texto original.

(2) Las hijas de Danao fueron condenadas en el Infierno a verter agua eternamente en un vaso sin fondo.

(3) Aquí termina el texto en francés.


Percy Bysshe Shelley, "Ensayos escogidos". DVD Ediciones, Barcelona, 2001, pág. 13-27




MINIATURAS DEL SALTERIO DE GORLESTON (principios del s.XIV), CON CRÍTICAS JOCOSAS Y MUCHA RETRANCA


Exhibicionista
Haciendo una mueca




















Parodia de una procesión
Parodia de un obispo y su grey
Caballero luchando contra un conejo
El zorro y el pato que parpa
Clérigo ofreciendo dinero a una mujer
Parodia de solista con fídula o vihuela de arco
Parodia de músicos tocando un órgano con fuelles
Caballero orando ante un caracol
Obispo desnudo reprende a un clérigo flatulento
Simio muestra el culo a un caballero
Híbrido con hábitos de clérigo aserrando una pila de libros
Parodia de un funeral con conejos

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