La familia es una microsociedad que reproduce en semilleros el sistema que
la nutre. La gastada afirmación que “la familia es la base de la sociedad”, o
“la célula básica”, adquiere plena validez. Lo es porque reproduce todas sus
características y porque es la agencia de producción de seres humanos
condicionados por el sistema.
En la familia hay un detentador del poder, el padre, que en la medida en
que maneja el poder económico del grupo y el poder político en la sociedad,
maneja por derecho propio el sistema de relaciones familiares y su extensión,
las relaciones sociales. El objeto de dominación es, en primer lugar, la mujer,
y en segundo lugar los hijos y hijas, que son el producto-mercancía de la fábrica
familiar. El sentido último de la familia es producir seres que reemplacen a
sus progenitores en sus tareas, inculcándoles previamente los mecanismos de la
dominación para que las realicen sin protesta ni rebeldía. De tal manera se
verifica y asegura en este nivel, al igual que en las demás escalas, de la vida
social, la dicotomía opresores-oprimidos.
Esta dominación no es sólo una cuestión teórica, abstracta, sino que como
dijimos, preside todos los actos cotidianos. Se revela en esencia en el poder
sexual del hombre sobre la mujer en el coito. El coito deviene una institución
estructurada culturalmente para la satisfacción del varón, que detenta toda la
iniciativa, y posee el derecho supuestamente legal o “natural” de gozar. Esta
dominación en el coito es en última instancia, en el terreno ideológico, la
manifestación objetiva de la dominación de la mujer por el varón en la vida
cotidiana. Es necesario remarcar que el sistema le impone la obligación de
realizar las tareas del hogar sin darle derecho a ninguna remuneración, lo cual
desenmascara su verdadera situación, la esclavitud doméstica.
Este esquema de pareja se corresponde más o menos minuciosamente con el
imperante en nuestra civilización, en donde los hombres gobiernan y las mujeres
obedecen hasta el momento en que el proceso capitalista se desarrolló e
incorporó paulatinamente a las mujeres al aparato productivo en virtud de sus
crecientes intereses. Esta inserción minó relativamente la autoridad del hombre
e inspiró exigencias a las mujeres. Sin embargo el hombre no declinó su poder,
sólo se vio obligado a hacer concesiones. De hecho, los varones siguen
manejando los resortes básicos del proceso de producción, y continúan jugando
el papel protagonista en el sexo. El núcleo de la opresión de la mujer, sigue,
pues, intacto.
Esta pareja, instrumento de dominación, en la que la nueva igualdad no es
verdadera, se reproduce, tiene hijos e hijas, y se forma para ello. Los hijos e
hijas son los objetos de la dominación paternal. El padre, responsable de los
principales ingresos, posee el poder de emitir órdenes
difíciles de apelar, abonado por la falaz ideología que indica que el niño es
un incapaz crónico sin poder ni derecho de elegir sus actos. Es un objeto de
posesión de sus padres, situación sancionada por el concepto jurídico de patria
potestad. Hasta tal punto carece de derechos, que, en el terreno sexual, la
sexualidad infantil es considerada “un descubrimiento reciente”, ante el cual
hay una actitud de rechazo, y generalmente, de prohibición.
CASTRACIÓN DE LA SEXUALIDAD
El primer gran objeto sexual del niño, en la cultura actual es la madre,
objeto que le está prohibido mediante un tabú inmemorial, el tabú del incesto,
uno de cuyos múltiples fines consiste en reforzar la autoridad del padre y su
exclusivo derecho al acceso carnal con la madre. En general toda actividad
sexual le está prohibida al niño, toqueteos, masturbación, etc. La sexualidad
infantil está negada explícitamente por la ideología del sistema. En tanto que,
sin embargo, ella existe objetivamente, esta negación funciona en la práctica
como una mutilación.
¿Cómo es realmente la sexualidad infantil? La sexualidad infantil muestra
tal variedad de impulsos coprofílicos, heterosexuales, homosexuales,
fetichistas, bestiales, autoeróticos, etc., que, al manifestarse previamente al
proceso de socialización, demuestran ser partes inalienables del caudal
libidinal humano. Es en este sentido que el niño ha sido caracterizado como
“perverso polimorfo” (Freud). La sexualidad infantil, pues, muestra la
variedad de impulsos de todo tipo de objeto que conforman la libido humana, y
en este sentido, es el rostro auténtico de la vida.
Lo real es que en la sexualidad, en la multiplicidad y riqueza de sus
potencialidades está inscrito el primer atisbo de libertad que encontramos en
la naturaleza y este enorme caudal de energía potencial de la libido es
desviado casi totalmente hacia la meta social del trabajo y el respeto al poder
establecido.
La castración de la sexualidad tiene como objetivo introducir la dominación
característica del sistema en la mente misma, en su intimidad, a fin de ablandar
al ser humano y transformarlo en campo fértil para la ideología imperante y
para el trabajo basado en la explotación clasista y/o jerárquica. Un ser humano
que hace objeto de dominación a sus impulsos sexuales, no se extrañará de
encontrar reprimidos y dominados en el mundo social. Un ser humano que hace
objeto de dominación a sus impulsos sexuales, está preparado para adoptar sin
extrañeza el papel de dominador o de dominado.
En el sistema de castas, los varones son educados en la dominación, y las mujeres en la sumisión. El individuo internaliza los mismos roles que encuentra en la familia, será el padre opresor si es hombre, o la madre sumisa si es mujer. La figura autoritaria del padre es reproducida luego en la figura del policía, del patrón, del Estado, sostenedores del sistema ante quienes los individuos se inclinarán como ante el padre. Así el esquema de dominación es traspasado fielmente al individuo a través de la familia. En el sistema de clases, cada cual recibe el entrenamiento según el sitio que le está predestinado. El hijo de burgueses es educado para mandar al proletariado y para obedecer a su vez a sus superiores jerárquicos. El hijo del proletariado es educado para ser obrero, o sea para obedecer al patrón, y eventualmente, o en última instancia, para intentar él ser a su vez patrón.
En el sistema de castas, los varones son educados en la dominación, y las mujeres en la sumisión. El individuo internaliza los mismos roles que encuentra en la familia, será el padre opresor si es hombre, o la madre sumisa si es mujer. La figura autoritaria del padre es reproducida luego en la figura del policía, del patrón, del Estado, sostenedores del sistema ante quienes los individuos se inclinarán como ante el padre. Así el esquema de dominación es traspasado fielmente al individuo a través de la familia. En el sistema de clases, cada cual recibe el entrenamiento según el sitio que le está predestinado. El hijo de burgueses es educado para mandar al proletariado y para obedecer a su vez a sus superiores jerárquicos. El hijo del proletariado es educado para ser obrero, o sea para obedecer al patrón, y eventualmente, o en última instancia, para intentar él ser a su vez patrón.
REDUCCIÓN DE LA LIBIDO A LOS GENITALES
La dominación de la libido culmina con su reducción a determinadas partes
del cuerpo, los genitales. En realidad, todo el cuerpo es capaz de aportar al
goce sexual, pero la sociedad de dominación necesita de la mayor cantidad de
zonas del cuerpo posibles para adscribirlas al trabajo y la explotación.
La genitalización está destinada a quitar al cuerpo su función de productor
de placer para convertirlo en instrumento de producción alienada, dejando a la
sexualidad sólo lo indispensable para la reproducción. Es por eso que el
sistema condena con especial severidad todas las formas de actividad sexual que
no sean la introducción del pene en la vagina, llamándolas perversiones,
degeneraciones, desviaciones patológicas, etc. Para encadenar al ser humano al
trabajo clasista o estatal es necesario mutilarlo, reduciendo su sexualidad a
lo genital.
Debemos recordar que estos procesos se dan dentro de un marco social y
económico específico caracterizado por la explotación y el consumismo. Las
clases dominantes realizan un manejo muy particular de un proceso universal
inherente al ser humano como especie, el libre desarrollo de la energÍa sexual
humana en el sentido de la maduración y la creación, cambiando su curso y sus
fines. Las clases dominantes conforman y estatuyen el proceso de socialización
en vistas a su objetivo, la producción enajenada, convirtiendo la energÍa
sexual libre en trabajo alienado.
Este esquema sexual ha perdido su rigidez del siglo anterior, y ello no es
casual. A medida que el capitalismo entra en nuevas etapas, en donde se
combinan crisis y avances tecnológicos asombrosos, van revelándose sus bases de
miseria económica y sexual. Y en este proceso una parte de la población
cuestiona el orden con su accionar cotidiano, debilitándose las antiguas pautas
de conducta.
Pero en la medida en que estas necesidades de libertad no son integradas en
un planteo revolucionario explícito, es el mismo sistema el único que les da
respuesta, manteniendo en definitiva las mismas de la opresión sexual pero
brindando satisfacciones ilusorias o sustitutivas. Así, por ejemplo, como
respuesta a estas exigencias, el sistema produce y apaña una floreciente
industria de la pornografía, que transforma al sujeto en espectador de sus
propias fantasías sexuales, en lugar de convertirse en alegre actor de las
mismas.
¿QUIÉN SE BENEFICIA CON EL RESPETO A LA MORAL TRADICIONAL?
¿A quién beneficia la preservación de las pautas morales tradicionales?. A
los detentadores del poder social, quienes se aseguran así que los individuos
sometidos a su imperio sufrirán un proceso de educación destinado a
proporcionarles servidores dóciles en forma continuada, cuyas ambiciones no
rebasen el marco establecido.
La preservación de pautas morales tradicionales, la supervivencia del
autoritarismo y la extensión del carácter autoritario a todos los niveles sociales
beneficia particularmente a la ideología de dominación. Aún cuando la clase
dominante -en nuestro caso la burguesía- acceda a reformas económicas o
políticas o, inclusive, sea derribada, la subsistencia del patriarcado asegura
la permanencia de un aparato mental e ideológico que mantendrá en el poder, ya
sea a la burguesía –a través del control de los medios de producción-, o a las
capas burocráticas que la reemplacen en el control directo o indirecto de la
producción y la cultura en el sentido más amplio del término.
El estado general de cosas en la cultura no ha cambiado, sustancialmente,
puesto que los varones siguen constituyendo el grupo dominante y las mujeres el
grupo dominado. En los diversos campos la dicotomía opresores-oprimidos se mantiene.
Pero esta no es la totalidad del sistema de opresión machista. Aquellos
individuos que no cumplan con el rol sexual establecido, los y las
homosexuales, son vividos como un máximo peligro para este sistema, en tanto
que no sólo lo desafían, de hecho, sino que desmienten sus pretensiones de
identificarse con el orden de la naturaleza. Nada en las ciencias biológicas
autoriza a sobrevalorar una forma de relación sexual en detrimento de otras. La
desexualización del cuerpo humano es obra de una cultura opresora. En el caso
del varón, ella prohíbe el coito anal pasivo, la utilización del ano como zona
sexual, a pesar de que éste está rodeado de terminaciones nerviosas muy
sensibles. También están fuertemente tabuadas las tetillas masculinas, a pesar
de ser áreas erógenas, por su sola semejanza con la anatomía femenina.
La ideología sexual del sistema no extrae su validez de una correcta teoría
biológica, como a veces pretende por medio de sus voceros científicos, sino que
estructura sus pautas según sus intereses de dominación. Estos intereses actúan
en contra del placer, que debilitaría la reserva de trabajo clasista, y colocan
la reproducción como objetivo único del sexo. Todo lo demás es pecado, o
despreciado desde una perspectiva social, y debe ser vivido con la culpa
correspondiente. En no pocos países, por otra parte, sigue siendo delito.
Esto implica aplicar categorías teológicas a la sexualidad humana, y es en
tal intento donde debemos ver la enfermedad de la cultura. Si el sexo tiene
alguna función, es la de unir a los seres humanos en formas constantemente
renovadas y creativas.
Es por ello que la cultura machista necesita calificar a los y las
homosexuales como degenerados, enfermos, anormales, delincuentes, peligrosos
sociales, etc. En realidad, la actividad homosexual reivindica de hecho las
posibilidades prácticas inherentes a la libido humana, que el sistema de
dominación sexista se empeña en mutilar. Como dijimos anteriormente, la libido
abarca en sí sin conflicto ni contradicción a la gama total de posibilidades,
las tendencias heterosexuales y homosexuales conviven en ella en armonía. Es el
proceso de socialización clasista o jerárquica, el que introduce la separación
entre lo “bueno” y lo “malo”. Esta desigual repartición del poder sexual en
favor de los varones heterosexuales se refleja en una poderosa ideología, que el
marxismo tampoco ha podido superar.
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